Es el verano el momento al que uno
siempre quiere volver, aunque presuma de que le guste más el
invierno. Es el estío el tiempo para el que uno reserva las más
notables escapadas (algunas duran una semana, otras más de medio año
y hay de las que no terminan nunca), prepara reencuentros, anhela
añadir nuevos nombres a la lista de lugares visitados. Cuando las
experiencias vividas se recuerdan de tal manera que, años después,
quedan en nuestra memoria como “aquel verano en el que viajamos a
la costa gaditana” o “ese agosto que pasamos en el camping de la
Costa Brava”. Siempre unidas a una compañía concreta, porque sin
compañeros de viaje, la mayoría de las veces, no hay viaje. Puede
que sea el verano que nos convencimos de que íbamos a terminar
viviendo cerca de una cala ibicenca o de que una casa rural con
huerto y gallinas en los bosques asturianos era el destino vital
ideal. Es el verano el que se graba en nuestro subconsciente para
recordar nuestra primera vez de casi todo, el olor a crema solar, la
frescura de un rocío al amanecer en la montaña o un atardecer en
Sant Antoni con banda sonora de Café del Mar.

Días estupendos que me impedirán
para siempre volver a subir al Empire State con la persona que
quiera, por si acaso nos ataca la aplastante lógica de dejar a
alguien a quien quieres por miedo a que esa pasión haya alcanzado su
pico. Días estupendos de escapadas con amigos, aunque alguno de
ellos se folle a un melón y seamos testigos ocasionales. A veces es
un melón, en ocasiones una cabra, pero todos hemos oído historias
semejantes y más o menos cercanas. Forma parte de la huella hispana,
de la piel de toro, de las llanuras bélicas y los páramos de
asceta, de la diversidad cultural que no deberíamos dejar que se
desintegrara, porque aquí todos reconocemos como próximas esa
historia del etarra puesto en libertad, o del muchacho de ciudad que
acompaña por primera vez a su tío pagés por esos valles
catalanes de los que ya no se querrá alejar, o incluso de esas
paradojas de torero andaluz con súbito amor por los animales.
Historias no tratadas antes, cierto, pero no por ello ajenas a
nuestra cultura colectiva, a nuestro ADN de españolitos.
Y, entre todos, destacando,
asombrando por su lucidez, el extraordinario texto de “lecciones de
vida”, la mejor de las escenas y la menos veraniega, la más
lograda de las interpretaciones de María Cuartero, la otra actriz en
el elenco. Un momento de iluminación prodigioso de Sanzol que logra
en pocas palabras sintetizar aquellas premisas que olvidamos con
tanta facilidad como el verano llega a su fin cada año. Cuando
algunos empezamos a compartir en voz alta la manera en la que
educaríamos a nuestros descendientes, asunciones tan simples y tan
difíciles de asimilar como “serás libre, podrás hacer lo que
quieras con tu vida, sé valiente y recuerda que no estarás aquí
para siempre” son bocanadas de realismo, casi mágico. Fue un gran
amigo el que me dijo que tener hijos era una manera de no morir. Días
estupendos si somos capaces de recordar, algún día, estas
lecciones, incluso dirigidas a un predictor que acaba de
darnos la buena nueva.
Son días estupendos, a pesar de
la nieve y el frío de un invierno que se hace más largo de lo
deseado. Quizá porque la obra me trasladó a un verano que dentro de
poco asomará la cabeza. A un verano típico y tópico español en el
que todos nos reconocemos de alguna manera. Del que a veces renegamos
pero del que no queremos, en el fondo, escapar del todo. Porque quien
más, quien menos, todos queremos volver a alguna playa nudista con
nuestra pareja, a todos nos gustaría volver a jugar a la seducción
con un grupo de amigos, revivir una y otra vez esas fiestas de pueblo
de las que es imposible desengancharse y alcanzar, de nuevo, la
cumbres de Ordesa, donde puede que hoy mismo una persona especial e
imprescindible esté gritando aquello de “aquí estamos los que
quedamos de cuando hervía la sangre”. Son días
estupendos, porque estamos aquí para contarlo. Son días estupendos,
porque tenemos memoria y deseo. Son días estupendos porque, como
dijo el maestro, tenemos Venecia, tenemos Manhattan, tenemos cenizas
de revoluciones, tenemos naufragios soñados en playas de islotes sin
nombre ni ley ni rutina, tenemos
proyectos que se marchitaron, retratos de novias que nos olvidaron y
un alma en oferta que nunca vendimos.
Fotos: Elena Pou.
Que bonito cuando un relato consigue emocionar...Hacia tiempo que no me pasaba. Gracias por seguir escribiendo.
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