Se acabó la Navidad. En España,
marcada por esos Reyes Magos que habrán traído las sonrisas
ilusionadas e inocentes de esos niños que se quitan las legañas al
tiempo que deciden qué paquete desenvolver primero. Esos éramos
nosotros, hace años. Ahora son vuestros hijos, sus nietos y mis
sobrinos. Después, los Reyes Magos habrán dejado su rastro en las
calles, en forma de cajas coloridas y exagerados envoltorios.
También
acabó en Nueva York, unos días antes cuando la bola de Times Square
le dijo a los atrevidos y pacientes turistas que, empezado el año
nuevo, terminaban las Christmas. Y así, desde el día dos, las
calles se han llenado del icono navideño por excelencia: el árbol.
La Navidad, en un desordenado ritual de deshacerse de lo que ya no
vale, ha dejado tras de sí infinidad de abetos, pinos o similares
que ya han dado, eso creerán sus dueños, todo lo que tenían que
dar.
La mayoría, probablemente, no
esperen milagro de la primavera. Lo darán por hecho. Y el año que
viene, otro abeto (vivo, claro) para adornar la navidad.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
(...)
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
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