jueves, 25 de julio de 2013

Tú serás mi puta, Blancanieves

Todavía me están cortando el ticket de entrada al majestuoso Armory de Park Avenue cuando comienzo a escuchar los ecos de gemidos, lamentos, sollozos y gritos orgásmicos desde el interior de una enorme nave industrial reconvertida a sala de exposiciones. Nada más entrar, un gigantesco bosque artificial con árboles de más de diez metros de alto y flores de colores me distraen un momento del desagradable griterío de la sala, pero pasa poco tiempo hasta que encuentro su origen. Sólo tengo que darme la vuelta mirando hacia la puerta de entrada, levantar la cabeza, y toparme de bruces con cuatro pantallas gigantes en las que, cual obsequio de bienvenida, un enanito obeso y con la nariz deformada le introduce un palo por el ano a un viejo no menos gordo que agoniza dentro de una palangana metálica. Bienvenidos a WS de Paul McCarthy, la más grotesca exposición de la ciudad.

El artista californiano McCarthy, conocido por sus obras transgresoras e irreverentes, ha tocado techo en su propósito provocador con la presentación de WS, siglas de WhiteSnow o SnowWhite (Blancanieves, en inglés), su más grande obra en tamaño hasta la fecha y, a tenor del contenido de la misma, clasificado para mayores de 17 años, ha alcanzado la cima también en sus dotes negociadores para conseguir que una institución neoyorquina como el Park Avenue Armory acceda a albergar semejante paranoia pornográfica. Con el referente del clásico de los Hermanos Grimm llevado al cine por la factoría Disney, retales de la cultura pop, pinceladas de su propia infancia y un exceso de sexo explícito, McCarthy crea un mundo aislado en el que dar rienda suelta a los más bajos fondos del ser humano o, al menos, los suyos propios. Como Bruno, aquel hermano adicto al sexo que contrastaba con su hermano asexual en Las Partículas Elementales de Houellebecq, McCarthy no esconde lo más oscuro que lleve pasándosele por la cabeza a lo largo de toda su vida, incluidos aquellos años en los que creció dentro de un rancho de la América profunda que ahora representa a casi tamaño natural y que nos permite observar cual voyers a través de pequeñas ventanas recortadas en las paredes de madera. Dentro de ellas, una excelente reconstrucción de una orgía bañada en alcohol y rebozada de comida precocinada, cuyos restos aún parecen estar calientes y desparramados por el suelo. Detalles sueltos, como bragas ensuciadas de flujo, en el mejor de los casos, distraen nuestra atención de las preciosas habitaciones donde los enanitos viven. Y, al fondo, el salón, dónde sólo quedan los restos de dos cadáveres tras la tormenta de lujuria, violencia y depravación.

Si uno lo soporta, si es capaz de aguantar cierto tiempo escuchando los gritos de placer de los enanitos o de martirio del sodomizado, si se puede permanecer en la sala algún minuto más tras ver introducir manzanas tan rojas como las del cuento por el ano del abuelito, entonces es posible que uno sea capaz de encontrar un sentido a la obra en su conjunto, de establecer un guión, un porqué, un ápice de hilo narrativo en esta sórdida ópera. Y entendemos que Walt Paul, en un claro guiño a Walt Disney, e interpretado por el propio artista McCarthy, contrata a una jovencita de cara angelical, un icono de la virginidad y la pureza, para ser su puta y su esclava. El primero de los vídeos proyectados en un lateral de la exposición narra la firma del contrato por el que BlancaNieves se somete a la voluntad de su amo y accede a, por ejemplo, hacerle una mamada a un alargado micrófono, rociar su cara con ketchup, embadurnar su cuerpo desnudo con fideos dulces de colores o corretear sin ropa por el bosque, con cara de perdida, mientras el morboso Walt Paul, desnudo y cámara en mano, graba un ingente material audiovisual que podemos contemplar al mismo tiempo en las pantallas gigantes de la sala junto con muchas otras escenas psicosexuales, tan explícitas que disgustan. En total, más de siete horas de vídeo en bucle reproductivo que uno espera que se publiquen pronto en edición especial en DVD y pagar el precio que sea para tenerlo como material de referencia.

Lo que pase a continuación, uno puede imaginárselo, masticarlo de vuelta a casa y los días siguientes, el tiempo necesario para sacar de la cabeza el paso por este lugar triste y vulgar. Se reconstruye así una historia en la que nuestra puta Blancanieves muere, quizá asesinada por el trastornado Walt Paul, y su cuerpo es encontrado por el príncipe, que también tiene su papel en ese cuento macabro. La última de las proyecciones laterales, como si de una mini sala X se tratara, es la secuencia completa de la masturbación de este pseudo monarca afeminado de marcado tupé rubio sobre el cuerpo inerte de la esclava. Al principito no volveremos a verlo, ni desnudo ni sobre un elegante corcel, pero sí nos tendremos que topar, antes de la salida, con nuevas escenas de sodomía sobre el personaje protagonizado por McCarthy, a manos de los enanitos. Su cuerpo, el mismo que habíamos descubierto en el interior de la casa con una nueva estructura vertical dentro de su cuerpo en forma de palo de escoba, es el mismo sobre el que los más horribles enanitos de la historia de la literatura infantil desplegarán sus más bajos instintos de violencia y perversión. Habrá quien empatice con ellos, pues una escena de video previa muestra durante muchos minutos el amargo llanto de los enanos al encontrar el cadáver de su SnowWhite.

Termino huyendo. Me asombra la cantidad de gente que pasea por el bosque o se acomoda sobre una silla para disfrutar de los vídeos proyectados. La poderosa llamada del sexo explícito ha convertido a una grotesca exposición en una de las más visitadas de la ciudad de Nueva York en lo que llevamos de año. Mientras busco a mi acompañante, que no soportó más de unos minutos el atronador aullido de los enanos borrachos, me encuentro con la tienda de la exposición. En ella, disfraces originales de Blancanieves utilizados en la realización de la obra y con la firma estampada de McCarthy están a la venta. Un buen negocio, pues no faltará quien, no satisfecho con lo contemplado en el Armory, traslade sus fantasías a casa. Y si es vestido de la virginal Blancanieves, mucho mejor.  

Fotografías facilitadas por la organización de la exposición.

lunes, 22 de julio de 2013

¡Pura Vida!


Del mismo modo que cuando se toma tierra en el aeropuerto de Koh Samui o en el de Zanzíbar, uno sabe que acaba de aterrizar en una pista absolutamente turística cuando lo hace en la de Liberia, al norte de Costa Rica. No puede negarse que se ha llegado a una ciudad, una región y un país de inconfundible atractivo turístico: es el pasaje del avión que despegó a mi lado en Atlanta, cien por cien yankee; lo veo en la turba de empleados de compañías de alquiler de coches con nuestros nombres escritos en papeles arrugados; me lo confirman las cifras que hablan de que el turismo es la principal actividad económica de la provincia de Guanacaste, de la que Liberia es capital. Bienvenidos a la República de Costa Rica, una de las democracias más estables de todo el continente, el país que mejor cuida el medio ambiente en toda América, el lugar donde la prensa goza de mayor libertad de toda el área latinoamericana y, sin duda, el más seguro de su entorno. Aunque el país viva de su industria turística, siguen fieles a un modelo de responsabilidad, ecología y sentido común que, junto a su conocida neutralidad y ausencia de fuerzas armadas, lo convierte en un destino de vacaciones de primer orden

No necesitamos más de dos horas para corroborar que estos datos son, efectivamente, ciertos. La carretera que nos acerca hasta Nosara, al sur de Liberia y en la costa del Pacífico, no es precisamente una autopista de reciente creación, y de hecho el asfalto deja paso a la tierra y ésta al barro, pero uno siempre percibe esas incomodidades como señales de que el desenfreno turístico no ha llegado a Costa Rica, que la masificación de gringos ansiosos de sol y playa en cualquier época del año se intenta disimular. En ese camino aún asfaltado empieza el idilio con su comida, repetitiva sí, pero deliciosa. Los primeros frijoles negros con arroz y el primer fresco (carne o pescado) del viaje nos lo ofrecen en un soda (como se refieren aquí a los restaurantes locales) a pie de carretera. A partir de ahí ya no hay marcha atrás: la ruta improvisada por la Costa Rica del Pacífico se torna cada vez más y más salvaje, más y más selvática, menos y menos turística. Los coches, casi exclusivamente todo terrenos, empiezan a escasear y dejar paso a las pequeñas motocicletas y sobre todo las bicis. El paisaje se hace cada vez más verde, la humedad invade toda percepción y agradecemos en la distancia a nuestro agente de alquiler de coches por recomendarnos un 4x4 cuando, ante nosotros, tres ríos de considerable caudal se cruzan en nuestro camino. Quizá sea la experiencia de cruzar aquellos cinco ríos de Mongolia lo que me hace recordar la clave del desafío: no parar nunca dentro del río.

Y al final del camino, la playa. La playa con vistas al Pacífico, como no las había visto desde que me despidiera de San Diego. La playa infinita de Nosara, de arena impecable y que encuentra su sitio, orgullosa, entre la jungla tropical y el enfurecido océano sobre el que cientos de surfistas parecen haber hallado un reto suficiente como para pasar aquí sus semanas, sus meses y, algunos, sus vidas. La playa kilométrica desde la que los atardeceres deslumbrantes se me aparecen como no lo habían hecho desde Namibia, es decir, con el rey sol ocultándose más allá del agua salada y no tras una montaña, un valle o unas cataratas. La puesta de sol, que evoluciona desde el amarillo al violeta, pasando por un naranja deslumbrante, juega con el reflejo del océano y las siluetas de los surfistas, con el eco de los monos que se esconden en la jungla y la bruma sobre el pequeño faro rojo del cabo para ofrecer un espectáculo digno de Malaui, de Ciudad del Cabo o de Zanzíbar. Queda poca luz, pero la suficiente para reconocer la palmera en la playa que marca el inicio del camino abierto entre la selva que nos acerca al hotel. En esa senda, los resplandecientes cangrejos rojos, tan llamativos que han sido bautizados como cangrejos halloween, timoratos, se ocultan tan rápido como nos escuchan acercarnos y su huída suena a pisar paja, a romper hojas secas, a serpientes que reptan en la arena.

El resto del tiempo es un lento contemplar de los motivos que hacen que Costa Rica haya adoptado el Pura Vida como slogan de todo un país. Una frase con la que dar los buenos días, con la que dar las gracias, con la que despedirse y con la que identificar tanto la vida de los locales como el objetivo que persiguen sus turistas. Una expresión para brindar con el potente ron local o para certificar las excelencias de una gastronomía que no necesita importar ningún alimento, pues su piña, su aguacate, su marisco o su maduro (plátano frito) es, de hecho, sinónimo de placeres vitales. Es aquí donde uno aún puede cruzarse con los clásicos autobuses escolares amarillos de Estados Unidos, que pasan aquí sus últimos años de servicio. Donde los mejores lugares para comer son casas de particulares que comparten salón con el cliente y donde el menú es un plato único consistente en el fresco del día. Como en casa de Doña Ana, donde esta madre de ocho hijos nos cuenta con resignación que la temporada turística no está siendo buena y que, de hecho, somos los únicos clientes del día. Su hijo, el pequeño de ocho hermanos, aprovecha que estos turistas hablan español (una rareza en la zona) para acompañarnos durante toda la comida y mostrarnos sus conocimientos sobre el fútbol patrio, sus primeras palabras aprendidas en inglés y torcer el gesto con cierta nostalgia cuando le preguntamos si ve mucho a sus otros siete hermanos. La sonrisa le vuelve al rostro cuando le acercamos en coche hasta el pueblo donde tendrá lugar el entrenamiento de su equipo de fútbol. Una televisión, unas zapatillas de deporte, una cocina de gas butano y una nevera. Mucho más de lo que podría soñar la mayoría de las familias que habría de conocer meses antes, en otro continente, si es que fuera posible hacer alguna comparación.

Dejamos atrás Costa Rica, esta pequeña parte visitada de este país centroamericano, a bordo de un coche particular cuyo conductor se gana la vida como taxista. El chófer, un hombre entrado en años, extremadamente educado pero de mirada triste, termina confesando antes de llegar a la frontera norte con Nicaragua el porqué del precio especial que hemos pactado por el trayecto: va a visitar en presidio a su hijo mayor, encarcelado por haberle encontrado unos cuentos kilos de cocaína en el camión que conducía. Con los dólares que nos pide paga la gasolina para el trayecto y le sobra un poco para mantener a sus nietos, de quien se ha tenido que hacer cargo. Sin alejarse de la jungla ni un instante, rodeado de un paisaje natural exuberante, manteniendo los estándares de limpieza y con constantes puntos de reciclaje incluso en este lugar alejado de las rutas turísticas, Costa Rica, el hogar de los ticos, queda atrás, como un paraíso para vitalistas adictos a la pura vida.  

viernes, 19 de julio de 2013

Arte en una pieza de Lego

“Cuando era pequeño, alguien me dijo un día que no era necesario que construyera la figura de la caja con las piezas que venían dentro de ella”. Es así como Nathan Sawaya, un antiguo ejecutivo de Park Avenue, en Nueva York, cuenta a los visitantes de su exposición cómo comenzó su pasión de construir todo tipo de objetos con piezas de Lego, la popular marca de ladrillos de plástico de colores con los que todos hemos jugado alguna vez a construir una ambulancia, un castillo o una nave espacial.

The Art of the Brick (El arte del ladrillo) es una de esas exposiciones que uno no se plantea visitar a no ser que necesite un lugar donde entretener a los sobrinos durante un par de horas. Pero un cartel tremendamente llamativo de una figura humana con el pecho abierto en canal, del que brotan cientos de piezas de Lego, consigue que uno se acerque a Times Square (probablemente la zona más asfixiante de Manhattan y sólo tolerable por los turistas) para visitar una sorprendente exposición de cientos de figuras creadas únicas y exclusivamente por ladrillitos de todos los colores, en un alarde imponente de arte y creatividad.


Una primera parte de la exposición, más familiar, nos presenta conocidas representaciones de cuadros, estatuas o edificios históricos de fácil reconocimiento. Desde el Partenón ateniense, totalmente reconstruido para la ocasión y flanqueado por el emperador Augusto, la Venus de Milo y el David de Miguel Ángel , hasta un mítico Moai de la Isla de Pascua en un imponente tamaño de casi dos metros de alto. Una lograda Gioconda no llega, sin embargo, al nivel del magnífico Beso de Klimt o el trabajado Grito de Munch. El Starry Night o Noche Estrellada de Van Gogh es quizá el mejor ejemplo de cómo crear arte a partir de una copia cuando el artista consigue plasmar un cuadro neo impresionista en una pieza en tres dimensiones, forjada a partir de pequeñas piezas de plástico. Es aquí donde nos entretenemos no sólo comprobando el número de ladrillos de Lego necesarios para cada pieza, y que está indicado en el cartel de cada una de ellos, sino imaginando el tiempo dedicado y la dificultad de encontrar la mejor combinación de tamaños y colores para poder crear, valga este nuevo ejemplo, La Gran Ola de Kanagawa. Habría aquí uno de recordar el billete JapanRail necesario para desplazarse por los trenes de Japón con total libertad y sin arruinarse en el intento.


Sawaya, que confiesa en un vídeo de presentación que esta de Nueva York se trata de su mejor, más grande y más personal exposición, comienza a mostrar una parte más íntima de su personalidad con la presentación de ciertos objetos pop y de su vida cotidiana. Unas manzanas, un teléfono clásico sobre una televisión en blanco y negro o un retrato de su mujer, a la que “le agradece que comparta la vida con alguien que ha gastado una cantidad ridículamente enorme de su vida jugando con piezas de Lego” son la antesala de una galería mucho más intimista y personal del artista. Sus obsesiones (el agua, la libertad) y sus miedos (la oscuridad y la muerte) se ven representados en inquietantes figuras donde las piececitas de plástico consiguen convencernos de que, también por medio de ellas, este norteamericano de Oregón residente en New York consigue hacernos cambiar nuestra percepción de arte. Una de sus preocupaciones, sin duda, a tenor de las veces que reitera la idea de “esto también es arte” no sólo en su vídeo de presentación, sino también en la nota de prensa facilitada por la organización de la exposición.

Para que nadie olvide dónde estamos y con el objetivo de que el 90% de los visitantes a la exposición recuerden lo que son, turistas, la exposición concluye con un espectacular dinosaurio T-Rex de más de seis metros de largo y una panorámica de la ciudad de Nueva York frente a la que la Estatua de la Libertad, imitando a aquella figura humana de pecho abierto desde el que salen vomitadas cientos de piezas de Lego y que me convenció para visitar el Discovery Times Square, nos muestra su rojo corazón. Que sea arte o mero entretenimiento queda para la opinión de los visitantes. Sin embargo, hay algo en la manera en la que Sawaya maneja los piezas de plástico que hipnotiza y que sorprende. Sobre todo cuando demuestra que el miedo a la muerte se puede representar con muchos materiales, entre ellas esas piececitas de “la otra marca de tente” con la que jugábamos de pequeños. Casi todos nosotros, a construir sólo la figura que venía en la caja.