Volaron los instantes en
Nueva York. Aquellos 31 días que mi dudas ante el inminente cruce
del Atlántico me habían concedido antes de regresar a Europa
corrieron por delante de mis ojos y de la rueda delantera de mi
bicicleta roja, con la que recorrí Manhattan, y llegaron cuando
menos los esperaba. Quizá, en el peor momento. Pero era un avión al
que debía subir. Y lo hice, dejando atrás un frío que aguantó
hasta mediados de abril, una lluvia que no envidiaba en nada a la de
Zanzibar al atardecer y un país que, de nuevo, se consternaba cuando
las bombas estallaban en su propio territorio. Asustan mucho más en
tu ciudad que cuando se ven a través de los ojos de la CNN. Unas
ollas express de origen español saltaban por los aires en Boston justo cuando mi taxista chino me llevaba de camino al
aeropuerto JFK, el mismo lugar en el que un visado turístico me
había dejado entrar en Estados Unidos 31 días antes. No volvería a
entrar como turista.
Quise evitar aterrizar en
Madrid, conseguí sacudirme la nostalgia que habría supuesto dar con
mi macuto, todavía mi macuto azul, en la ciudad que da nombre a este
blog en el que escribo. Así que lo hice en Valencia, donde una
familia ilusionada me esperaba cámara en mano, como ese hijo pródigo
que siempre me he sentido, como aquel que no aporta mucho pero al que
se le espera, siempre, con una fiesta. Aquello que sabes que siempre
estará ahí, lo que nunca fallará. Pero Madrid esperaba, y ni quise
ni pude retrasar en demasía nuestro reencuentro. Y llegó la
tormenta.
Me han dicho que has
vuelto por fin a tu casa. ¿Qué has visto en tu viaje por tierras
lejanas? Perdido en la costas de negros océanos. ¿Qué oíste en tu
viaje por tierras lejanas? El ruido de un trueno preludio del miedo y
tantos susurros que no escucha nadie. ¿Y qué harás ahora que el
viaje se acaba? Volver antes de la lluvia de estrellas, a lo más
profundo de lo desconocido. Llegará la tormenta que anuncia el
cielo.
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Y volví, no sin antes
garantizar mi presencia legal en el país del sueño americano. Sin
dejar pasar la oportunidad de dar una sorpresa a Ella, que me
esperaba aunque no lo supiera. Con notablemente más ropa que con la
que cargué allá por finales de agosto y dando un descanso al macuto
que se dejó la vida en África. Volví a Manhattan, donde el sol se
escondió nada más verme, mi calle había florecido y los vestidos
de verano habían sido desempolvados del armario tan pronto como la
nieve dejó de ser una amenaza. Cambió la ciudad. Se modificó mi
status. Dejé de sentir que estaba haciendo camino al andar. Pero me
negué a renunciar al viaje, aunque ahora tenga por escenario un
plató mucho más pequeño que el continente africano.
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