martes, 12 de marzo de 2013

Rebuznos en la noche

Cuando el autobús nocturno procedente de Mombasa, que ha empleado casi ocho horas en recorrer los doscientos kilómetros hasta su destino, llega al punto continental de Kenia más cercano al archipiélago de Lamu, siempre hay uno o dos barquitos de madera con un sencillo motor esperando a los pasajeros. El trayecto, de apenas treinta minutos, se hace todavía bajo el cielo negro de la noche del Índico y aún no ha amanecido cuando se descargan los bártulos de los viajeros en el puerto de Lamu, en permanente remodelación, y que nos recibe con sus luces amarillentas y su calurosa calma. No importa llegar sin reserva alguna de alojamiento: tres lugareños, quizá alertados por el conductor del autobús de que varios mzungus (blancos) están de camino, o quizá incapaces de dormir por el pegajoso calor de finales de febrero pero en ningún caso movidos por un interés monetario, se ofrecen como guías improvisados para recorrer uno tras otro los hostales que se adaptan a nuestro presupuesto. Vemos salir el primer rayo de sol a nuestra espalda y descansando sobre nuestra baranda con vistas al océano cuando escuchamos, por primera vez, el más característico de los sonidos de Lamu: un rebuzno.

Lamu es la más importante y conocida isla del archipiélago del mismo nombre, aunque no la más grande. En este lugar cercano a la frontera con Somalia una pareja de turistas ingleses fueron secuestrados por piratas somalíes en septiembre del 2011, y uno de ellos fue asesinado por los secuestradores. La misma suerte corrió una francesa que, llevada a la fuerza a territorio somalí por sus captores, resultó muerta unas semanas más tarde. Quizá sea el recuerdo de estos desgraciados acontecimientos, tal vez sean los alarmistas avisos de las embajadas occidentales que desaconsejan la visita a Lamu por su cercanía al complejo país de Somalia, es posible que las recientes elecciones keniatas influyan, pero lo cierto es que apenas hay turistas en Lamu, y eso es lo que la hace aún más especial. Aunque a Lamu no le hacen falta más ingredientes para ser, posiblemente, el mejor lugar que haya visto en África, con permiso de Ilha de Moçambique. A la más antigua ciudad suajili del mundo y la mejor conservada no se le puede pedir más, y difícilmente cabrían más cosas en este reducido espacio de callejones angostos en los que sólo hay espacio para los burros y ante los que todos, incluidas las mujeres ataviadas con burka y los ancianos fumadores de tabaco negro ceden el paso.

Es este un lugar donde perderse, voluntariamente. Sólo los locales pueden orientarse por sus estrechas calles empinadas a cuyos lados surgen una tras otra orgullosas puertas de madera tallada de varios siglos de antigüedad. Es la herencia árabe, cuyos comerciantes llegaron a este lugar en el siglo XVI y establecieron un puerto de mercancías tales como la madera de ébano, el marfil, la pesca y, por supuesto, los esclavos. A los árabes les siguieron los persas, los hindúes, los chinos, los portugueses y los ingleses, pero todos ellos supieron conservar la esencia de una ciudad con más de nueve siglos de antigüedad y cuyos edificios encalados construidos con coral y piedra se conservan, al igual que sus antiquísimas mezquitas, en perfecto estado y orgullosos de su pasado. En Lamu no hay coches, excepto la desvencijada ambulancia y algún que otro vehículo oficial a los que dan poco uso. El verdadero rey del transporte es el burro, terco pero laborioso, que carga con las mercancías de un lugar a otro de la ciudad, transporta a sus propietarios de un extremo a otro de la isla y además sirve de entretenimiento a los niños que, desde muy pequeños, juegan a las carreras montados sobre sus Plateros particulares en pleno paseo marítimo. Por la noche, aparcados en algún rincón de la antigua ciudad de piedra, incomodados quién sabe por qué o quizá en plena conversación nocturna con algún compañero de trabajo, estos valientes animales (al parecer el único animal de su tamaño que no se asusta ante la presencia de un león) emiten sus profundos e impactantes rebuznos: quince o veinte segundos de un histriónico alarido entrecortado que, para aquellos que aún no nos hemos acostumbrado, inevitablemente nos despiertan de nuestro sueño, en nuestra habitación con vistas y sin ventanas, en nuestro ático de piedra y coral desde el que podríamos llegar al otro extremo de la ciudad saltando por los tejados, de casa en casa.

La ciudad vieja, Patrimonio de la Unesco, tiene motivos para estar orgullosa. Acumula más lugares históricos que todo África del Este junta y es uno de esos pocos lugares en el mundo que yo he visitado en el que la belleza es el conjunto, lo interesante es la mera existencia, lo impactante es la simple contemplación, lo inolvidable es haber llegado hasta aquí y no querer marcharse nunca. A ello contribuyen los habitantes de Lamu, posiblemente la gente más encantadora que me haya cruzado en África. Tan sonrientes que un fotógrafo alemán exhibe estos días en el Fuerte-Museo de la ciudad su exposición de fotos titulada Sonrisas de Lamu. Tan hospitalarios que uno, si no fuera porque se pierde al tercer callejón en el que se adentra, se siente vecino del lugar desde el primer día. Tan cálidos en su bienvenida como mañosos a la hora de cocinar los mejores pescados del continente, los más aromáticos cafés especiados de la zona, los más refrescantes zumos de frutas de Kenia. Un lugar tan especial que sus playas de arena blanca y agua de piscina, que existen en Lamu y en abundancia, no son uno de sus reclamos principales. Sí, es cierto, puede uno dedicarle un tiempo a montar en dhow (un barco de vela) para bucear entre corales y puede uno pasar una mañana en alguna de las mejores playas del Índico, pero tan solo un rato. Dígale usted a este burro que me lleve de vuelta a la ciudad, que quiero volver a perderme en los callejones y hacerme a un lado cuando me encuentre con uno de ellos de frente.

Unos instantes antes de subir al barquito de madera que lleva mi macuto a la Kenia continental para tomar un nuevo autobús de camino a lugares imposibles de superar a Lamu, decido perderme por última vez por los estrechos recovecos de la capital de la isla. Descubro una nueva mezquita, quizá con más de quinientos años de antigüedad; me adentro en el mercado de pescado, restaurado con fondos provenientes de la vieja Europa; descubro un campo de fútbol de fina arena de playa en el que la irrupción de un burro en el terreno de juego no es motivo suficiente para parar el partido; apuro la última cerveza en la cantina de la comisaría de policía, único lugar de la isla donde puede comprarse alcohol de alta graduación; hago una visita al santuario de burros, que da cobijo a animales enfermos o huérfanos y, finalmente, me dejo caer por algún callejón para encontrar la calle principal, aquella a la que siempre se llega y que, inevitablemente, me dirigirá a la plaza principal, el centro del universo que ya no está en Perpignan sino en Mkungini Square, llamada así por el árbol del mismo nombre que se erige imponente en su centro y cuya antigüedad nadie puede asegurar. Desde esta plaza, donde los más viejos del lugar arreglan la política nacional y quien más quien menos se refresca con un zumo de caña de azúcar recién exprimido, ya veo el barco que, qué remedio, me lleva de vuelta a un lugar menos especial, menos histórico, menos magnético y, seguramente, con menos encanto.


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