199 inolvidables días en África buscando el norte y alcanzando el Ecuador antes de encontrar mi sitio en una jungla tan fascinante, intensa y peligrosa como la subsahariana. El viaje continúa en Nueva York.
martes, 12 de marzo de 2013
Rebuznos en la noche
Cuando el autobús
nocturno procedente de Mombasa, que ha empleado casi ocho horas en
recorrer los doscientos kilómetros hasta su destino, llega al punto
continental de Kenia más cercano al archipiélago de Lamu, siempre
hay uno o dos barquitos de madera con un sencillo motor esperando a
los pasajeros. El trayecto, de apenas treinta minutos, se hace
todavía bajo el cielo negro de la noche del Índico y aún no ha
amanecido cuando se descargan los bártulos de los viajeros en el
puerto de Lamu, en permanente remodelación, y que nos recibe con sus
luces amarillentas y su calurosa calma. No importa llegar sin reserva
alguna de alojamiento: tres lugareños, quizá alertados por el
conductor del autobús de que varios mzungus (blancos) están
de camino, o quizá incapaces de dormir por el pegajoso calor de
finales de febrero pero en ningún caso movidos por un interés
monetario, se ofrecen como guías improvisados para recorrer uno tras
otro los hostales que se adaptan a nuestro presupuesto. Vemos salir
el primer rayo de sol a nuestra espalda y descansando sobre nuestra
baranda con vistas al océano cuando escuchamos, por primera vez, el
más característico de los sonidos de Lamu: un rebuzno.
Lamu es la más
importante y conocida isla del archipiélago del mismo nombre, aunque
no la más grande. En este lugar cercano a la frontera con Somalia
una pareja de turistas ingleses fueron secuestrados por piratas
somalíes en septiembre del 2011, y uno de ellos fue asesinado por
los secuestradores. La misma suerte corrió una francesa que, llevada
a la fuerza a territorio somalí por sus captores, resultó muerta unas
semanas más tarde. Quizá sea el recuerdo de estos desgraciados
acontecimientos, tal vez sean los alarmistas avisos de las embajadas
occidentales que desaconsejan la visita a Lamu por su cercanía al
complejo país de Somalia, es posible que las recientes elecciones keniatas influyan, pero lo cierto es que apenas hay turistas en Lamu,
y eso es lo que la hace aún más especial. Aunque a Lamu no le hacen
falta más ingredientes para ser, posiblemente, el mejor lugar que
haya visto en África, con permiso de Ilha de Moçambique. A la más
antigua ciudad suajili del mundo y la mejor conservada no se le puede
pedir más, y difícilmente cabrían más cosas en este reducido
espacio de callejones angostos en los que sólo hay espacio para los
burros y ante los que todos, incluidas las mujeres ataviadas con
burka y los ancianos fumadores de tabaco negro ceden el paso.
Es este un lugar donde
perderse, voluntariamente. Sólo los locales pueden orientarse por
sus estrechas calles empinadas a cuyos lados surgen una tras otra
orgullosas puertas de madera tallada de varios siglos de antigüedad.
Es la herencia árabe, cuyos comerciantes llegaron a este lugar en el
siglo XVI y establecieron un puerto de mercancías tales como la
madera de ébano, el marfil, la pesca y, por supuesto, los esclavos.
A los árabes les siguieron los persas, los hindúes, los chinos, los
portugueses y los ingleses, pero todos ellos supieron conservar la
esencia de una ciudad con más de nueve siglos de antigüedad y
cuyos edificios encalados construidos con coral y piedra se
conservan, al igual que sus antiquísimas mezquitas, en perfecto
estado y orgullosos de su pasado. En Lamu no hay coches, excepto la
desvencijada ambulancia y algún que otro vehículo oficial a los que
dan poco uso. El verdadero rey del transporte es el burro, terco pero
laborioso, que carga con las mercancías de un lugar a otro de la
ciudad, transporta a sus propietarios de un extremo a otro de la isla
y además sirve de entretenimiento a los niños que, desde muy
pequeños, juegan a las carreras montados sobre sus Plateros
particulares en pleno paseo marítimo. Por la noche, aparcados en
algún rincón de la antigua ciudad de piedra, incomodados quién
sabe por qué o quizá en plena conversación nocturna con algún
compañero de trabajo, estos valientes animales (al parecer el único
animal de su tamaño que no se asusta ante la presencia de un león)
emiten sus profundos e impactantes rebuznos: quince o veinte segundos
de un histriónico alarido entrecortado que, para aquellos que aún
no nos hemos acostumbrado, inevitablemente nos despiertan de nuestro
sueño, en nuestra habitación con vistas y sin ventanas, en nuestro
ático de piedra y coral desde el que podríamos llegar al otro
extremo de la ciudad saltando por los tejados, de casa en casa.
La ciudad vieja,
Patrimonio de la Unesco, tiene motivos para estar orgullosa. Acumula
más lugares históricos que todo África del Este junta y es uno de
esos pocos lugares en el mundo que yo he visitado en el que la
belleza es el conjunto, lo interesante es la mera existencia, lo
impactante es la simple contemplación, lo inolvidable es haber
llegado hasta aquí y no querer marcharse nunca. A ello contribuyen
los habitantes de Lamu, posiblemente la gente más encantadora que me
haya cruzado en África. Tan sonrientes que un fotógrafo alemán
exhibe estos días en el Fuerte-Museo de la ciudad su exposición de
fotos titulada Sonrisas de Lamu. Tan hospitalarios que
uno, si no fuera porque se pierde al tercer callejón en el que se
adentra, se siente vecino del lugar desde el primer día. Tan cálidos
en su bienvenida como mañosos a la hora de cocinar los mejores
pescados del continente, los más aromáticos cafés especiados de la
zona, los más refrescantes zumos de frutas de Kenia. Un lugar tan
especial que sus playas de arena blanca y agua de piscina, que
existen en Lamu y en abundancia, no son uno de sus reclamos
principales. Sí, es cierto, puede uno dedicarle un tiempo a montar
en dhow (un barco de vela) para bucear entre corales y puede
uno pasar una mañana en alguna de las mejores playas del Índico,
pero tan solo un rato. Dígale usted a este burro que me lleve de
vuelta a la ciudad, que quiero volver a perderme en los callejones y
hacerme a un lado cuando me encuentre con uno de ellos de frente.
Unos instantes antes de
subir al barquito de madera que lleva mi macuto a la Kenia
continental para tomar un nuevo autobús de camino a lugares
imposibles de superar a Lamu, decido perderme por última vez por los
estrechos recovecos de la capital de la isla. Descubro una nueva
mezquita, quizá con más de quinientos años de antigüedad; me
adentro en el mercado de pescado, restaurado con fondos provenientes
de la vieja Europa; descubro un campo de fútbol de fina arena de
playa en el que la irrupción de un burro en el terreno de juego no
es motivo suficiente para parar el partido; apuro la última cerveza
en la cantina de la comisaría de policía, único lugar de la isla
donde puede comprarse alcohol de alta graduación; hago una visita al
santuario de burros, que da cobijo a animales enfermos o huérfanos
y, finalmente, me dejo caer por algún callejón para encontrar la
calle principal, aquella a la que siempre se llega y que,
inevitablemente, me dirigirá a la plaza principal, el centro del
universo que ya no está en Perpignan sino en Mkungini Square,
llamada así por el árbol del mismo nombre que se erige imponente en
su centro y cuya antigüedad nadie puede asegurar. Desde esta plaza,
donde los más viejos del lugar arreglan la política nacional y
quien más quien menos se refresca con un zumo de caña de azúcar recién exprimido, ya veo el barco que, qué remedio, me lleva de
vuelta a un lugar menos especial, menos histórico, menos magnético
y, seguramente, con menos encanto.
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Gracias por comentar mi blog. Gente como tú hace que siga teniendo ganas de seguir escribiendo y me da fuerza para continuar con mi viaje.
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