jueves, 14 de marzo de 2013

Los restos del encanto


"Vete en dhow a Zanzibar, es mucho más bonito que tomar el ferry". Mi amigo Benjamín nos convence para llegar hasta la más conocida de las islas del Índico de la manera menos convencional posible: a bordo de un velero mercante con un modesto motor por si el viento decide no hacer acto de presencia y que, cada día, cruza el inestable estrecho de Zanzíbar desde la ciudad costera de Bagamoyo, a unos setenta kilómetros al norte de Dar es Salaam, hasta la Ciudad de Piedra, capital de la isla. A la ida, transporte de personas, artesanía, sacos de arroz y de harina. A la vuelta, carga de televisores, frigoríficos y teléfonos móviles, aprovechando el diferente régimen fiscal del archipiélago. "Nunca he estado en Hong Kong, pero cuando llegas a Zanzibar a bordo de un dhow que atraca en el puerto de mercancías, me imagino que debes de ver algo muy parecido", me dice. Yo, que tampoco he pisado nunca Hong Kong, entiendo lo que quiere decir desde el primer momento en el que, a bordo del barco de madera que apenas ha tenido oportunidad de desplegar su enorme vela triangular por la falta de viento, este se abre paso a empujones entre el resto de embarcaciones hasta atracar en el puerto de la Stone Town zanzibariana.

Tortugas gigantes en Prison Island
Tanganica y Zanzíbar , cuya combinación de primeras sílabas dio lugar al actual nombre del estado de Tanzania, decidieron unirse políticamente sólo unos meses después de que Zanzibar lograra su independencia de los visires islámicos, que de una forma u otra dominaron el territorio durante siglos. Desde entonces, aunque formen el mismo país, Zanzibar sigue considerándose un territorio con una amplia independencia, su propio presidente, su propio pseudo parlamento y su propio régimen fiscal. El turista no tardará en darse cuenta de esto cuando, nada más llegar a la isla y sin haber cambiado de país, un funcionario le pida el pasaporte y le estampe el sello de Zanzibar en el mismo. Durante los últimos cincuenta años las rivalidad entre la antigua Tanganica y la actual Zanzibar no ha cesado, hasta el punto de que los últimos acusaron a los primeros de estar detrás de la rotura del cable de alta tensión que traía energía eléctrica a la isla y que la dejó sin suministro durante tres largos meses. El orgullo zanzibariano es notorio en cada rincón del archipiélago, desde las camisetas de su propia selección nacional de fútbol a las continuas referencias a su Historia, no siempre como para sacar pecho. Durante siglos la isla fue el lugar de partida de los barcos cargados de esclavos que, capturados en el actual Congo o Sudán, eran transportados (precisamente desde Bagamoyo) a Zanzibar para, desde allí, enviar a los que sobrevivían hasta India, Brasil, Norteamérica e incuso, los menos, Europa.

Ruta de las especias
Este post podría haberse titulado La indiscreta decadencia del encanto, en contrapartida a otro sobre un lugar mucho más recomendable. No es Lamu, ni ya podrá serlo nunca. No es Ilha de Moçambique, ni seguramente se le quiera parecer jamás, aunque algunos se empeñen en compararlo. Pero, a pesar de la sobresaturación turística, a pesar de la inmensa cantidad de tiendas de souvenirs rendidas a las imitaciones chinas, no obstante la indiscriminada actividad inmobiliaria en sus costas e incluso asustado por la manera en la que diez o doce lanchas motoras persiguen cada mañana a las familias de delfines para que los turistas podamos nadar unos segundos a su lado, Zanzibar sigue teniendo encanto. Y Mucho. Aún es posible tomar un café con jengibre recién hervido sobre brasas de carbón y vendido en un carrito metálico, en alguna esquina de la ciudad de piedra. Cada mañana, niñas con su pañuelo en la cabeza y vestidos de colores corren para no llegar tarde a alguna de las muchas madrazas de la ciudad mientras se despiden de su padre, un artesano ebanista que limpia de serrín alguna cajita de madera lista para ponerse a la venta. Dos docenas de jóvenes juegan al fútbol en la playa cada atardecer, con el océano como fuera de banda a un lado y un restaurante con terraza al otro, sin percatarse de que los turistas tomarán sus mejores fotos de la puesta de sol con ellos, los futbolistas, en primer plano. Dátiles a dos mil chelines el kilo son vendidos a la puerta del mercado municipal donde, si buscamos más allá de los paquetes preparados para los turistas, podemos comprar al peso las mejores especias de la isla. Son las especias, que conocemos gracias al turístico spice tour, uno de los mejores descubrimientos didácticos del lugar, pues uno desconocía muchos de los orígenes y formas de las plantas y árboles donde crecen el cardamomo, el clavo, la nuez moscada, la vainilla, la canela e incluso el café.

Y sí, también hay playas, como bien saben los millones de turistas que llegan aquí cada año. Y de las buenas, de esas difíciles de encontrar, de aquellas de arena blanca que deslumbra, de aguas que parecen una piscina, de puntos de inmersión para el submarinismo que hacen imaginar que se bucea en un gigantesco acuario artificial, rodeado del agua más azul que hasta ahora haya podido ver a través de las gafas de buceo. En esas playas, donde parte del encanto se ha ido al mismo ritmo que crecía el número de hoteles, miles de italianos que han conseguido que los locales que viven del turismo aprendan la lengua de Garibaldi ocupan sin piedad los pocos metros de arena disponibles cuando crece la marea. En las mismas playas, aficionados al kite surfing maldicen el tiempo cuando, un día más, no sopla el mínimo viento para desplegar sus cometas voladoras que les ayudaran a hacer sus piruetas sobre el agua. Y en idénticas playas, cada tarde sin excepción, el sol ofrece gratis el, para mí, mejor espectáculo de todo el archipiélago y, quizá, aunque eso son palabras mayores, de todo África.





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