jueves, 14 de marzo de 2013

El arca de Noé

Dos señoras leonas
Karibu tena Tanzania! (¡Bienvenidos de nuevo a Tanzania!) me dijo el funcionario de la frontera cuando comprobó que, efectivamente, ya traía un visado de su país en mi pasaporte y que era la segunda vez en seis semanas que visitaba el más grande de los estados de África del este. A través de la carretera más polvorienta que recorría en meses, y tras un viaje iniciado en Mombasa tras el que mi macuto era un bulto irreconocible cubierto de polvo rojizo, llegué a Arusha, la capital de los safaris. Con permiso de Masai Mara, la reserva natural keniata; del sudafricano parque Kruger; o del namibio Parque Nacional de Etosha, Tanzania es el indiscutible país de los safaris, de los parques nacionales llenos de bichos con patas, de los escenarios naturales donde se graban los documentales con los que nos quedamos dormidos a la hora de siesta. 

Masai
Ir de safari es el motivo por el que millones de turistas de todo el mundo aterrizan en alguno de los aeropuertos internacionales de Tanzania cada año. Para nosotros puede suponer un lujo más o menos asequible, pero para el tercer país más pobre de África si nos atenemos a la cantidad de personas que viven con menos de un dólar diario supone una imprescindible fuente de ingresos, un justificado canon turístico en forma de entrada a los parques nacionales que aporta un porcentaje elevado del PIB del país. ¿Y qué tenemos a cambio? Quizá la más extraordinaria representación teatral del mundo animal en todo el planeta. Una exuberante demostración de vida en directo protagonizada por mamíferos, aves y reptiles que a nadie puede dejar indiferente. Pero de todos ellos, de todas esas miles y miles de hectáreas protegidas donde los animales campan a sus anchas y que, con más o menos suerte, poderíamos encontrar en otros sitios de África, hay algo en Tanzania, en una parte de su circuito norte, en un rinconcito cercano a la frontera con Kenia que es diferente a todo: el cráter del Ngorongoro.

Luna de miel leonina
El área de conservación del Ngorongoro, con su increíble cráter como protagonista principal, pasa por ser uno de los mayores espectáculos de la naturaleza en todo el planeta, o al menos del planeta que yo haya visitado. El cráter de un volcán sin actividad desde hace milenios, de diecinueve kilómetros de largo y unos seiscientos metros de profundidad, es el escenario en el que miles de animales salvajes representan a diario la obra de la vida y la muerte, de la supervivencia. Uno de los mayores cráteres volcánicos sin erupcionar que no está cubierto de agua en su superficie y en el que pareciera que Noé hubiera abierto las puertas de su arca tras haber rescatado a una pareja de cada una de las especies animales, momentos antes de que empezara el diluvio universal. Hipopótamos vegetarianos pero con muy mal carácter conviven con flamencos tan rosados que desde lejos parecen haber teñido el color del lago donde descansan; gacelas Thomson y Grant, diferenciadas apenas por un marca en la piel y su diferente tamaño, corretean en busca de comida mientras miran de reojo cómo dos hienas se aproximan con cara de hambrientas; una manada de ñus se deja acompañar por un grupo de cebras a cambio de protección, pues el mejor olfato de este burro con pijama de rayas les avisará de la presencia cercana de los leones. Y así con un sinfín de protagonistas de esta obra de teatro animal cuya única preocupación es la de sobrevivir, unos del ataque de animales más fuertes, más veloces y más carnívoros que ellos, y otros de la acuciante necesidad de cazar y devorar una cantidad de carne suficiente como para tener energías el día de mañana, y seguir cazando. La vida y la muerte, en estado puro.

Al cráter del Ngorongoro se accede descendiendo por un estrecho desfiladero desde alguno de los campamentos base en los que la noche anterior se ha podido ver desaparecer el sol y sumir en la oscuridad el escenario principal de nuestra obra de teatro. Una vez dentro, a veces sucede que se ve en directo el nacimiento de un pequeño ñu, pues estamos en época de reproducción. Dentro de unos meses, madres e hijos emprenderán camino rumbo al norte y, junto con unos tres millones más de estos poco agraciados mamíferos, cruzarán sin necesidad de visado ni pasaporte la frontera artificial con Kenia, de camino al parque de Masai Mara y protagonizando la famosa gran migración en la que gran parte de los pequeños ñus y buena parte de sus padres morirán para convertirse en alimento de cocodrilos, leones, leopardos, guepardos y algunas hienas que se sepan organizar bien para cazar en grupo. En ocasiones, sin embargo, sucede que paseando por el cráter uno se topa con una pareja de leones en plena luna de miel, y se convierte en un voyeur improvisado que observa desde no tan lejos cómo los coitos de estos felinos duran apenas cinco segundos, pero se suceden cada media hora, a los largo de varios días en los que la pareja se ha separado del resto de la manada para procrear con la intimidad necesaria. En otras ocasiones, sin embargo, se comprueba cómo una cebra herida en su pierna y por lo tanto coja se queda sola, aislada de la manada, sabedora esta de que tarde o temprano será presa fácil de la primera hiena que se dé cuenta de su fatal circunstancia.

Camaleón
El hombre, aunque no nosotros, desdichados occidentales, también tiene su papel en esta obra. Son los masáis, la milenaria tribu formada por casi un millón de altos y esbeltos individuos, ataviados con sus mantas rojas anudadas en el hombro, con su característico lóbulo de la oreja dilatado y siempre, sin excepción, acompañados de una vara de madera. Los masáis son los únicos autorizados a vivir en las cercanías del cráter (vivir dentro del mismo sería un acto temerario) y lo hacen en sus chozas de barro y ramas dentro de asentamientos colectivos de no más de una docena de hogares. Hay algo de místico en la contemplación de un masái, aunque hayan encontrado en pedir dinero a los turistas a cambio de posados para las fotos una manera de subsistir, aunque vendan pulseras de manera furtiva en los campamentos, a pesar de que exageren la cantidad de pintura con la que decoran su cara para asegurarse que el mzungu parará su coche previo paso a pedirle una foto.

Más allá de las llanuras del Serengeti, del lago Manyara, de la gran migración en el Masai Mara o de los inolvidables trekkings en las montañas de Lusotho rodeados de simpáticos camaleones, el cráter del Ngorongoro se queda en mi recuerdo como el más soberbio y trágico escenario de vida y muerte. Cuando, subido a autobús rumbo de nuevo al sur, veo a lo lejos las nevadas cumbres del Kilimanjaro (esa montaña que quizá nunca subiré), aún sigo pensando en las gacelas que no pueden dejar de comer a pesar de que dos hienas se aproximen amenazantes. La obra continúa. Lleva en cartel millones de años.
Las nieves del Kilimanjaro

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