Karibu tena Tanzania!
(¡Bienvenidos de nuevo a Tanzania!) me dijo el funcionario de la
frontera cuando comprobó que, efectivamente, ya traía un visado de
su país en mi pasaporte y que era la segunda vez en seis semanas que
visitaba el más grande de los estados de África del este. A través
de la carretera más polvorienta que recorría en meses, y tras un
viaje iniciado en Mombasa tras el que mi macuto era un bulto
irreconocible cubierto de polvo rojizo, llegué a Arusha, la capital
de los safaris. Con permiso de Masai Mara, la reserva natural
keniata; del sudafricano parque Kruger; o del namibio Parque Nacional
de Etosha, Tanzania es el indiscutible país de los safaris, de los
parques nacionales llenos de bichos con patas, de los
escenarios naturales donde se graban los documentales con los que nos
quedamos dormidos a la hora de siesta.
Masai |
Ir de safari es el
motivo por el que millones de turistas de todo el mundo aterrizan en
alguno de los aeropuertos internacionales de Tanzania cada año. Para
nosotros puede suponer un lujo más o menos asequible, pero para el
tercer país más pobre de África si nos atenemos a la cantidad de
personas que viven con menos de un dólar diario supone una
imprescindible fuente de ingresos, un justificado canon turístico en
forma de entrada a los parques nacionales que aporta un porcentaje
elevado del PIB del país. ¿Y qué tenemos a cambio? Quizá la más
extraordinaria representación teatral del mundo animal en todo el
planeta. Una exuberante demostración de vida en directo
protagonizada por mamíferos, aves y reptiles que a nadie puede dejar
indiferente. Pero de todos ellos, de todas esas miles y miles de
hectáreas protegidas donde los animales campan a sus anchas y que,
con más o menos suerte, poderíamos encontrar en otros sitios de África, hay algo en Tanzania, en una parte de su
circuito norte, en un rinconcito cercano a la frontera con Kenia que
es diferente a todo: el cráter del Ngorongoro.
Luna de miel leonina |
El área de conservación
del Ngorongoro, con su increíble cráter como protagonista
principal, pasa por ser uno de los mayores espectáculos de la
naturaleza en todo el planeta, o al menos del planeta que yo haya
visitado. El cráter de un volcán sin actividad desde hace milenios,
de diecinueve kilómetros de largo y unos seiscientos metros de
profundidad, es el escenario en el que miles de animales salvajes
representan a diario la obra de la vida y la muerte, de la
supervivencia. Uno de los mayores cráteres volcánicos sin
erupcionar que no está cubierto de agua en su superficie y en el que
pareciera que Noé hubiera abierto las puertas de su arca tras haber
rescatado a una pareja de cada una de las especies animales, momentos
antes de que empezara el diluvio universal. Hipopótamos vegetarianos
pero con muy mal carácter conviven con flamencos tan rosados que
desde lejos parecen haber teñido el color del lago donde descansan;
gacelas Thomson y Grant, diferenciadas apenas por un
marca en la piel y su diferente tamaño, corretean en busca de comida
mientras miran de reojo cómo dos hienas se aproximan con cara de
hambrientas; una manada de ñus se deja acompañar por un grupo de
cebras a cambio de protección, pues el mejor olfato de este burro
con pijama de rayas les avisará de la presencia cercana de los
leones. Y así con un sinfín de protagonistas de esta obra de teatro
animal cuya única preocupación es la de sobrevivir, unos del ataque
de animales más fuertes, más veloces y más carnívoros que ellos,
y otros de la acuciante necesidad de cazar y devorar una cantidad de
carne suficiente como para tener energías el día de mañana, y
seguir cazando. La vida y la muerte, en estado puro.
Al cráter del Ngorongoro
se accede descendiendo por un estrecho desfiladero desde alguno de
los campamentos base en los que la noche anterior se ha podido ver
desaparecer el sol y sumir en la oscuridad el escenario principal de
nuestra obra de teatro. Una vez dentro, a veces sucede que se ve en
directo el nacimiento de un pequeño ñu, pues estamos en época de
reproducción. Dentro de unos meses, madres e hijos emprenderán
camino rumbo al norte y, junto con unos tres millones más de estos
poco agraciados mamíferos, cruzarán sin necesidad de visado ni
pasaporte la frontera artificial con Kenia, de camino al parque de
Masai Mara y protagonizando la famosa gran migración en la
que gran parte de los pequeños ñus y buena parte de sus padres
morirán para convertirse en alimento de cocodrilos, leones,
leopardos, guepardos y algunas hienas que se sepan organizar bien
para cazar en grupo. En ocasiones, sin embargo, sucede que paseando
por el cráter uno se topa con una pareja de leones en plena luna de
miel, y se convierte en un voyeur improvisado que observa
desde no tan lejos cómo los coitos de estos felinos duran apenas
cinco segundos, pero se suceden cada media hora, a los largo de
varios días en los que la pareja se ha separado del resto de la
manada para procrear con la intimidad necesaria. En otras ocasiones,
sin embargo, se comprueba cómo una cebra herida en su pierna y por
lo tanto coja se queda sola, aislada de la manada, sabedora esta de
que tarde o temprano será presa fácil de la primera hiena que se dé
cuenta de su fatal circunstancia.
Camaleón |
El hombre, aunque no
nosotros, desdichados occidentales, también tiene su papel en esta
obra. Son los masáis, la milenaria tribu formada por casi un millón
de altos y esbeltos individuos, ataviados con sus mantas rojas
anudadas en el hombro, con su característico lóbulo de la oreja
dilatado y siempre, sin excepción, acompañados de una vara de
madera. Los masáis son los únicos autorizados a vivir en las
cercanías del cráter (vivir dentro del mismo sería un acto
temerario) y lo hacen en sus chozas de barro y ramas dentro de
asentamientos colectivos de no más de una docena de hogares. Hay
algo de místico en la contemplación de un masái, aunque hayan
encontrado en pedir dinero a los turistas a cambio de posados para
las fotos una manera de subsistir, aunque vendan pulseras de manera
furtiva en los campamentos, a pesar de que exageren la cantidad de
pintura con la que decoran su cara para asegurarse que el mzungu
parará su coche previo paso a pedirle una foto.
Más allá de las
llanuras del Serengeti, del lago Manyara, de la gran migración en el
Masai Mara o de los inolvidables trekkings en las montañas de
Lusotho rodeados de simpáticos camaleones, el cráter del Ngorongoro
se queda en mi recuerdo como el más soberbio y trágico escenario de
vida y muerte. Cuando, subido a autobús rumbo de nuevo al sur, veo a
lo lejos las nevadas cumbres del Kilimanjaro (esa montaña que quizá
nunca subiré), aún sigo pensando en las gacelas que no pueden dejar
de comer a pesar de que dos hienas se aproximen amenazantes. La obra
continúa. Lleva en cartel millones de años.
Las nieves del Kilimanjaro |
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