La madrugada del
pasado día de Reyes, mientras yo me encontraba en algún lugar
perdido de Malaui, moría en Madrid el periodista Enrique Meneses, al
que alguno de mis mejores amigos conocían bien. Alfonso Armada, con el que he tratado bastante más, publicaba en ABC un artículo gracias al
cual yo, brillante ignorante, tenía conocimiento por primera vez de
la existencia del libro Hasta aquí hemos llegado. En él
Meneses, entre otros relatos autobiográficos de un periodista de
raza y comprometido hasta el final, contaba la historia de un viaje
de El Cairo a Ciudad del Cabo, con poco dinero y sin itinerario
fijado. Entonces yo recordé mis sueños de un periplo similar, pero
a la inversa, de Ciudad del Cabo a El Cairo, para luego seguir
viajando. Viajar, viajar, viajar, aunque sea sin rumbo fijo.
Escribir, escribir, escribir, aunque nadie lo lea.
Dentro de unos minutos
despegará un avión con destino a una ciudad donde espera otro autobús
con alas, que diría la aerofóbica de mi amiga Marta, con destino a
otro lugar que no está en África. Y yo estaré dentro de él.
Ciento noventa y nueve días más tarde de apelar al delicioso encanto
de la incertidumbre y once países después por los que he arrastrado mi macuto, dejo África.
Voluntariamente. Hasta aquí hemos llegado. Aunque meto conmigo, dentro del avión, las imágenes
imborrables de un continente diferente a todo, impactante a cada
segundo, que nunca dejó relajarse a mi capacidad de sorprenderme.
África es un niño semi
desnudo que logra que un mango caiga del árbol a base de tirarle
piedras a sus ramas y, cuando lo tiene en su poder, lo devora hasta
dejar solo el hueso, mientras contempla desde la puerta de su casa de
barro y ramas el tráfico de camiones cargados de carbón y coches
todoterreno en los que, de cuando en cuando, encuentra la cara de un
blanco al que sonríe nervioso. Es una mujer que machaca la mandioca
durante horas en un cuenco de madera, una hija que carga veinticinco
litros de agua sobre su cabeza desde la fuente más cercana al hogar y un
padre que ve la vida pasar a la sombra de una barraca.
África es un mini bus
sobrecargado de pasajeros y mercancías en el que, a cada parada en alguna
aldea donde nunca pasa nada, una docena de vendedores ambulantes
ofrecen bolsas de frutos secos y botellas de agua rellenadas, una y
otra vez, a sus pasajeros a través de las ventanas del vehículo. Es
una carretera polvorienta atestada de controles policiales tan
innecesarios como corruptos. Es un paso fronterizo con charcos
putrefactos donde desparasitar nuestros zapatos. Es un aeródromo de
tierra donde antes de aterrizar el piloto se acerca una primera vez
para espantar el ganado. Es una bicicleta que carga un cerdo vivo. Es
una moto-taxi en la que caben tantos pasajeros como dinero estemos
dispuestos a pagar.
África es un teléfono
móvil, pequeño y barato, de origen chino, con linterna incorporada
para guiarse por los oscuros caminos de tierra con destino a casa y con espacio en su interior para dos o tres tarjetas SIM a la vez. Es una televisión
por satélite alimentada por un generador de gasolina en una aldea
donde la electricidad no ha llegado todavía y que vomita uno tras
otro partidos de fútbol de ligas de países que nadie sabe dónde están. Es
una mesa de billar desgastada, en el centro de una estación de
autobuses. Es un termo de plástico donde conservar caliente el té.
África es una llanura
donde miles de animales salvajes juegan a sobrevivir, ajenos a que
turistas equipados con sus teleobjetivos desean que empiece cuanto antes la
sanguinaria acción. Es un tiburón ballena que se deja ver en las
costas del Índico. Es un hipopótamo que se hace dueño de las
calles de la ciudad cuando cae la noche. Un chimpancé que se ríe en
tu cara. Un burro que tiene prioridad en un callejón. Una morena que
te enseña los dientes detrás de una roca, bajo el agua.
África es una catarata
desde la que lanzarse al vacío. Una canoa de madera con la que
abrirse paso entre los manglares. Un desierto de sal tan cálido que uno
quiere escapar de él cuanto antes. Un bosque tropical donde la vida se abre
paso a la mayor de las velocidades. Una playa infinita donde sólo
los cangrejos parecen haber descubierto su existencia y juegan con el
ir y venir de las olas. Es una puesta de sol tan intensa que
anestesia, que emboba, que hace restar importancia a todo lo demás
que ocurra a partir del atardecer.
África es un viajero
occidental que sueña con recorrerla en bicicleta, a pie, en coche
con aire acondicionado, a bordo de un camión overland o acumulando una chapa tras
otra. Y, sobre todo, África es un africano sonriente y humilde,
educado y orgulloso de sus orígenes. Es un zulú, un masai, un hutu
o un himba. Es un condenado a la pobreza eterna. Es el habitante de
un lugar perdido al que, dentro de no mucho, volveré.
De
manera que éste no es un libro sobre África, sino sobre algunas
personas de allí, sobre mis encuentros con ellas y el tiempo que
pasamos juntos. Este continente es demasiado grande para describirlo.
Es todo un océano, un planeta aparte, todo un cosmos heterogéneo y
de una riqueza extraordinaria. Sólo por una convención
reduccionista, por comodidad, decimos «África». En la realidad,
salvo por el nombre geográfico, África no existe.
Ébano,
de
Ryszard Kapuscinski