viernes, 15 de marzo de 2013

Hasta aquí hemos llegado

La madrugada del pasado día de Reyes, mientras yo me encontraba en algún lugar perdido de Malaui, moría en Madrid el periodista Enrique Meneses, al que alguno de mis mejores amigos conocían bien. Alfonso Armada, con el que he tratado bastante más, publicaba en ABC un artículo gracias al cual yo, brillante ignorante, tenía conocimiento por primera vez de la existencia del libro Hasta aquí hemos llegado. En él Meneses, entre otros relatos autobiográficos de un periodista de raza y comprometido hasta el final, contaba la historia de un viaje de El Cairo a Ciudad del Cabo, con poco dinero y sin itinerario fijado. Entonces yo recordé mis sueños de un periplo similar, pero a la inversa, de Ciudad del Cabo a El Cairo, para luego seguir viajando. Viajar, viajar, viajar, aunque sea sin rumbo fijo. Escribir, escribir, escribir, aunque nadie lo lea.

Dentro de unos minutos despegará un avión con destino a una ciudad donde espera otro autobús con alas, que diría la aerofóbica de mi amiga Marta, con destino a otro lugar que no está en África. Y yo estaré dentro de él. Ciento noventa y nueve días más tarde de apelar al delicioso encanto de la incertidumbre y once países después por los que he arrastrado mi macuto, dejo África. Voluntariamente. Hasta aquí hemos llegado. Aunque meto conmigo, dentro del avión, las imágenes imborrables de un continente diferente a todo, impactante a cada segundo, que nunca dejó relajarse a mi capacidad de sorprenderme.

África es un niño semi desnudo que logra que un mango caiga del árbol a base de tirarle piedras a sus ramas y, cuando lo tiene en su poder, lo devora hasta dejar solo el hueso, mientras contempla desde la puerta de su casa de barro y ramas el tráfico de camiones cargados de carbón y coches todoterreno en los que, de cuando en cuando, encuentra la cara de un blanco al que sonríe nervioso. Es una mujer que machaca la mandioca durante horas en un cuenco de madera, una hija que carga veinticinco litros de agua sobre su cabeza desde la fuente más cercana al hogar y un padre que ve la vida pasar a la sombra de una barraca.

África es un mini bus sobrecargado de pasajeros y mercancías en el que, a cada parada en alguna aldea donde nunca pasa nada, una docena de vendedores ambulantes ofrecen bolsas de frutos secos y botellas de agua rellenadas, una y otra vez, a sus pasajeros a través de las ventanas del vehículo. Es una carretera polvorienta atestada de controles policiales tan innecesarios como corruptos. Es un paso fronterizo con charcos putrefactos donde desparasitar nuestros zapatos. Es un aeródromo de tierra donde antes de aterrizar el piloto se acerca una primera vez para espantar el ganado. Es una bicicleta que carga un cerdo vivo. Es una moto-taxi en la que caben tantos pasajeros como dinero estemos dispuestos a pagar.

África es un teléfono móvil, pequeño y barato, de origen chino, con linterna incorporada para guiarse por los oscuros caminos de tierra con destino a casa y con espacio en su interior para dos o tres tarjetas SIM a la vez. Es una televisión por satélite alimentada por un generador de gasolina en una aldea donde la electricidad no ha llegado todavía y que vomita uno tras otro partidos de fútbol de ligas de países que nadie sabe dónde están. Es una mesa de billar desgastada, en el centro de una estación de autobuses. Es un termo de plástico donde conservar caliente el té.

África es una llanura donde miles de animales salvajes juegan a sobrevivir, ajenos a que turistas equipados con sus teleobjetivos desean que empiece cuanto antes la sanguinaria acción. Es un tiburón ballena que se deja ver en las costas del Índico. Es un hipopótamo que se hace dueño de las calles de la ciudad cuando cae la noche. Un chimpancé que se ríe en tu cara. Un burro que tiene prioridad en un callejón. Una morena que te enseña los dientes detrás de una roca, bajo el agua.

África es una catarata desde la que lanzarse al vacío. Una canoa de madera con la que abrirse paso entre los manglares. Un desierto de sal tan cálido que uno quiere escapar de él cuanto antes. Un bosque tropical donde la vida se abre paso a la mayor de las velocidades. Una playa infinita donde sólo los cangrejos parecen haber descubierto su existencia y juegan con el ir y venir de las olas. Es una puesta de sol tan intensa que anestesia, que emboba, que hace restar importancia a todo lo demás que ocurra a partir del atardecer.

África es un viajero occidental que sueña con recorrerla en bicicleta, a pie, en coche con aire acondicionado, a bordo de un camión overland o acumulando una chapa tras otra. Y, sobre todo, África es un africano sonriente y humilde, educado y orgulloso de sus orígenes. Es un zulú, un masai, un hutu o un himba. Es un condenado a la pobreza eterna. Es el habitante de un lugar perdido al que, dentro de no mucho, volveré.

De manera que éste no es un libro sobre África, sino sobre algunas personas de allí, sobre mis encuentros con ellas y el tiempo que pasamos juntos. Este continente es demasiado grande para describirlo. Es todo un océano, un planeta aparte, todo un cosmos heterogéneo y de una riqueza extraordinaria. Sólo por una convención reduccionista, por comodidad, decimos «África». En la realidad, salvo por el nombre geográfico, África no existe.

Ébano, de Ryszard Kapuscinski




jueves, 14 de marzo de 2013

Los restos del encanto


"Vete en dhow a Zanzibar, es mucho más bonito que tomar el ferry". Mi amigo Benjamín nos convence para llegar hasta la más conocida de las islas del Índico de la manera menos convencional posible: a bordo de un velero mercante con un modesto motor por si el viento decide no hacer acto de presencia y que, cada día, cruza el inestable estrecho de Zanzíbar desde la ciudad costera de Bagamoyo, a unos setenta kilómetros al norte de Dar es Salaam, hasta la Ciudad de Piedra, capital de la isla. A la ida, transporte de personas, artesanía, sacos de arroz y de harina. A la vuelta, carga de televisores, frigoríficos y teléfonos móviles, aprovechando el diferente régimen fiscal del archipiélago. "Nunca he estado en Hong Kong, pero cuando llegas a Zanzibar a bordo de un dhow que atraca en el puerto de mercancías, me imagino que debes de ver algo muy parecido", me dice. Yo, que tampoco he pisado nunca Hong Kong, entiendo lo que quiere decir desde el primer momento en el que, a bordo del barco de madera que apenas ha tenido oportunidad de desplegar su enorme vela triangular por la falta de viento, este se abre paso a empujones entre el resto de embarcaciones hasta atracar en el puerto de la Stone Town zanzibariana.

Tortugas gigantes en Prison Island
Tanganica y Zanzíbar , cuya combinación de primeras sílabas dio lugar al actual nombre del estado de Tanzania, decidieron unirse políticamente sólo unos meses después de que Zanzibar lograra su independencia de los visires islámicos, que de una forma u otra dominaron el territorio durante siglos. Desde entonces, aunque formen el mismo país, Zanzibar sigue considerándose un territorio con una amplia independencia, su propio presidente, su propio pseudo parlamento y su propio régimen fiscal. El turista no tardará en darse cuenta de esto cuando, nada más llegar a la isla y sin haber cambiado de país, un funcionario le pida el pasaporte y le estampe el sello de Zanzibar en el mismo. Durante los últimos cincuenta años las rivalidad entre la antigua Tanganica y la actual Zanzibar no ha cesado, hasta el punto de que los últimos acusaron a los primeros de estar detrás de la rotura del cable de alta tensión que traía energía eléctrica a la isla y que la dejó sin suministro durante tres largos meses. El orgullo zanzibariano es notorio en cada rincón del archipiélago, desde las camisetas de su propia selección nacional de fútbol a las continuas referencias a su Historia, no siempre como para sacar pecho. Durante siglos la isla fue el lugar de partida de los barcos cargados de esclavos que, capturados en el actual Congo o Sudán, eran transportados (precisamente desde Bagamoyo) a Zanzibar para, desde allí, enviar a los que sobrevivían hasta India, Brasil, Norteamérica e incuso, los menos, Europa.

Ruta de las especias
Este post podría haberse titulado La indiscreta decadencia del encanto, en contrapartida a otro sobre un lugar mucho más recomendable. No es Lamu, ni ya podrá serlo nunca. No es Ilha de Moçambique, ni seguramente se le quiera parecer jamás, aunque algunos se empeñen en compararlo. Pero, a pesar de la sobresaturación turística, a pesar de la inmensa cantidad de tiendas de souvenirs rendidas a las imitaciones chinas, no obstante la indiscriminada actividad inmobiliaria en sus costas e incluso asustado por la manera en la que diez o doce lanchas motoras persiguen cada mañana a las familias de delfines para que los turistas podamos nadar unos segundos a su lado, Zanzibar sigue teniendo encanto. Y Mucho. Aún es posible tomar un café con jengibre recién hervido sobre brasas de carbón y vendido en un carrito metálico, en alguna esquina de la ciudad de piedra. Cada mañana, niñas con su pañuelo en la cabeza y vestidos de colores corren para no llegar tarde a alguna de las muchas madrazas de la ciudad mientras se despiden de su padre, un artesano ebanista que limpia de serrín alguna cajita de madera lista para ponerse a la venta. Dos docenas de jóvenes juegan al fútbol en la playa cada atardecer, con el océano como fuera de banda a un lado y un restaurante con terraza al otro, sin percatarse de que los turistas tomarán sus mejores fotos de la puesta de sol con ellos, los futbolistas, en primer plano. Dátiles a dos mil chelines el kilo son vendidos a la puerta del mercado municipal donde, si buscamos más allá de los paquetes preparados para los turistas, podemos comprar al peso las mejores especias de la isla. Son las especias, que conocemos gracias al turístico spice tour, uno de los mejores descubrimientos didácticos del lugar, pues uno desconocía muchos de los orígenes y formas de las plantas y árboles donde crecen el cardamomo, el clavo, la nuez moscada, la vainilla, la canela e incluso el café.

Y sí, también hay playas, como bien saben los millones de turistas que llegan aquí cada año. Y de las buenas, de esas difíciles de encontrar, de aquellas de arena blanca que deslumbra, de aguas que parecen una piscina, de puntos de inmersión para el submarinismo que hacen imaginar que se bucea en un gigantesco acuario artificial, rodeado del agua más azul que hasta ahora haya podido ver a través de las gafas de buceo. En esas playas, donde parte del encanto se ha ido al mismo ritmo que crecía el número de hoteles, miles de italianos que han conseguido que los locales que viven del turismo aprendan la lengua de Garibaldi ocupan sin piedad los pocos metros de arena disponibles cuando crece la marea. En las mismas playas, aficionados al kite surfing maldicen el tiempo cuando, un día más, no sopla el mínimo viento para desplegar sus cometas voladoras que les ayudaran a hacer sus piruetas sobre el agua. Y en idénticas playas, cada tarde sin excepción, el sol ofrece gratis el, para mí, mejor espectáculo de todo el archipiélago y, quizá, aunque eso son palabras mayores, de todo África.





El arca de Noé

Dos señoras leonas
Karibu tena Tanzania! (¡Bienvenidos de nuevo a Tanzania!) me dijo el funcionario de la frontera cuando comprobó que, efectivamente, ya traía un visado de su país en mi pasaporte y que era la segunda vez en seis semanas que visitaba el más grande de los estados de África del este. A través de la carretera más polvorienta que recorría en meses, y tras un viaje iniciado en Mombasa tras el que mi macuto era un bulto irreconocible cubierto de polvo rojizo, llegué a Arusha, la capital de los safaris. Con permiso de Masai Mara, la reserva natural keniata; del sudafricano parque Kruger; o del namibio Parque Nacional de Etosha, Tanzania es el indiscutible país de los safaris, de los parques nacionales llenos de bichos con patas, de los escenarios naturales donde se graban los documentales con los que nos quedamos dormidos a la hora de siesta. 

Masai
Ir de safari es el motivo por el que millones de turistas de todo el mundo aterrizan en alguno de los aeropuertos internacionales de Tanzania cada año. Para nosotros puede suponer un lujo más o menos asequible, pero para el tercer país más pobre de África si nos atenemos a la cantidad de personas que viven con menos de un dólar diario supone una imprescindible fuente de ingresos, un justificado canon turístico en forma de entrada a los parques nacionales que aporta un porcentaje elevado del PIB del país. ¿Y qué tenemos a cambio? Quizá la más extraordinaria representación teatral del mundo animal en todo el planeta. Una exuberante demostración de vida en directo protagonizada por mamíferos, aves y reptiles que a nadie puede dejar indiferente. Pero de todos ellos, de todas esas miles y miles de hectáreas protegidas donde los animales campan a sus anchas y que, con más o menos suerte, poderíamos encontrar en otros sitios de África, hay algo en Tanzania, en una parte de su circuito norte, en un rinconcito cercano a la frontera con Kenia que es diferente a todo: el cráter del Ngorongoro.

Luna de miel leonina
El área de conservación del Ngorongoro, con su increíble cráter como protagonista principal, pasa por ser uno de los mayores espectáculos de la naturaleza en todo el planeta, o al menos del planeta que yo haya visitado. El cráter de un volcán sin actividad desde hace milenios, de diecinueve kilómetros de largo y unos seiscientos metros de profundidad, es el escenario en el que miles de animales salvajes representan a diario la obra de la vida y la muerte, de la supervivencia. Uno de los mayores cráteres volcánicos sin erupcionar que no está cubierto de agua en su superficie y en el que pareciera que Noé hubiera abierto las puertas de su arca tras haber rescatado a una pareja de cada una de las especies animales, momentos antes de que empezara el diluvio universal. Hipopótamos vegetarianos pero con muy mal carácter conviven con flamencos tan rosados que desde lejos parecen haber teñido el color del lago donde descansan; gacelas Thomson y Grant, diferenciadas apenas por un marca en la piel y su diferente tamaño, corretean en busca de comida mientras miran de reojo cómo dos hienas se aproximan con cara de hambrientas; una manada de ñus se deja acompañar por un grupo de cebras a cambio de protección, pues el mejor olfato de este burro con pijama de rayas les avisará de la presencia cercana de los leones. Y así con un sinfín de protagonistas de esta obra de teatro animal cuya única preocupación es la de sobrevivir, unos del ataque de animales más fuertes, más veloces y más carnívoros que ellos, y otros de la acuciante necesidad de cazar y devorar una cantidad de carne suficiente como para tener energías el día de mañana, y seguir cazando. La vida y la muerte, en estado puro.

Al cráter del Ngorongoro se accede descendiendo por un estrecho desfiladero desde alguno de los campamentos base en los que la noche anterior se ha podido ver desaparecer el sol y sumir en la oscuridad el escenario principal de nuestra obra de teatro. Una vez dentro, a veces sucede que se ve en directo el nacimiento de un pequeño ñu, pues estamos en época de reproducción. Dentro de unos meses, madres e hijos emprenderán camino rumbo al norte y, junto con unos tres millones más de estos poco agraciados mamíferos, cruzarán sin necesidad de visado ni pasaporte la frontera artificial con Kenia, de camino al parque de Masai Mara y protagonizando la famosa gran migración en la que gran parte de los pequeños ñus y buena parte de sus padres morirán para convertirse en alimento de cocodrilos, leones, leopardos, guepardos y algunas hienas que se sepan organizar bien para cazar en grupo. En ocasiones, sin embargo, sucede que paseando por el cráter uno se topa con una pareja de leones en plena luna de miel, y se convierte en un voyeur improvisado que observa desde no tan lejos cómo los coitos de estos felinos duran apenas cinco segundos, pero se suceden cada media hora, a los largo de varios días en los que la pareja se ha separado del resto de la manada para procrear con la intimidad necesaria. En otras ocasiones, sin embargo, se comprueba cómo una cebra herida en su pierna y por lo tanto coja se queda sola, aislada de la manada, sabedora esta de que tarde o temprano será presa fácil de la primera hiena que se dé cuenta de su fatal circunstancia.

Camaleón
El hombre, aunque no nosotros, desdichados occidentales, también tiene su papel en esta obra. Son los masáis, la milenaria tribu formada por casi un millón de altos y esbeltos individuos, ataviados con sus mantas rojas anudadas en el hombro, con su característico lóbulo de la oreja dilatado y siempre, sin excepción, acompañados de una vara de madera. Los masáis son los únicos autorizados a vivir en las cercanías del cráter (vivir dentro del mismo sería un acto temerario) y lo hacen en sus chozas de barro y ramas dentro de asentamientos colectivos de no más de una docena de hogares. Hay algo de místico en la contemplación de un masái, aunque hayan encontrado en pedir dinero a los turistas a cambio de posados para las fotos una manera de subsistir, aunque vendan pulseras de manera furtiva en los campamentos, a pesar de que exageren la cantidad de pintura con la que decoran su cara para asegurarse que el mzungu parará su coche previo paso a pedirle una foto.

Más allá de las llanuras del Serengeti, del lago Manyara, de la gran migración en el Masai Mara o de los inolvidables trekkings en las montañas de Lusotho rodeados de simpáticos camaleones, el cráter del Ngorongoro se queda en mi recuerdo como el más soberbio y trágico escenario de vida y muerte. Cuando, subido a autobús rumbo de nuevo al sur, veo a lo lejos las nevadas cumbres del Kilimanjaro (esa montaña que quizá nunca subiré), aún sigo pensando en las gacelas que no pueden dejar de comer a pesar de que dos hienas se aproximen amenazantes. La obra continúa. Lleva en cartel millones de años.
Las nieves del Kilimanjaro

miércoles, 13 de marzo de 2013

Fútbol

Unos instantes después de no pitar un penalti que a la mitad del aforo le ha parecido claro, el árbitro señala el final del encuentro. Las más de doscientas personas que manteníamos como podíamos el campo de visión libre para ver la pantalla decidimos, al mismo tiempo, agolparnos hacia la puerta de salida de este barracón con paredes de adobe y suelo de arena. Por unos momentos que se me hacen eternos pienso que me he visto envuelto en una avalancha humana en la que tengo mucho que perder, pues todos los cuerpos que me rodean pesan y abultan bastante más que el mio. Mientras veo de refilón que el portero del equipo visitante ha perdido los papeles increpando al árbitro, consigo alcanzar la puerta de salida, entre gritos de júbilo por los aficionados vestidos de blanco y las caras apesadumbradas de los que visten de azulgrana. Hace unos meses no habría entendido la situación, no habría comprendido por qué un partido de una liga europea en el que además no había demasiado en juego generara tanta expectación, tanta pasión, tantas acaloradas discusiones en un lugar tal como un pueblo perdido de Tanzania. Es el fútbol, el deporte rey también en África. 
Partido en Ilha de Quirimbas, Mozambique

Reconozco que me tragué una buena parte de la Copa África de fútbol, el equivalente a nuestra Eurocopa, que cada dos años (al contrario de los cuatro de la competición europea) enfrenta a los mejores equipos del continente. Este año, en la edición celebrada en Sudáfrica, Nigeria resultó campeona tras ganar en la final a Burkina-Faso, la revelación del torneo y que dejó en la cuneta a potentes selecciones como Ghana. Lo más interesante del torneo, desde un punto de vista occidental, es que el fútbol africano, incluso a tan alto nivel, tiene una técnica comparable a un partido de preferente de España, pero a nivel físico es un derroche de fuerza y velocidad, de juego al choque, del tiro potente a la menor oportunidad, de exhibición de cuerpos que podrían dedicarse al atletismo en lugar de a darle a la pelota. Ahí, entre esos jugadores que rezan a su dios antes, durante y después de cada partido, y cuya devoción divina da lugar a titulares en los periódicos como "¿Las plegarias de qué equipo serán escuchadas en la final de hoy?", sobrevuela el sueño de jugar algún día en Europa, de emular a ídolos africanos como Eto'o, Keita, Drogba o Song, aquellos que sí consiguieron triunfar. Y que lo hicieron porque, probablemente, su representante no les engañó, sus visados no eran falsos, los presuntos contactos con equipos franceses, italianos o ingleses no eran inventados y la fortuna de toda una familia invertida en el joven con talento para el fútbol no fue en vano. La explotación de jóvenes promesas es una realidad en todo el continente de la que casi todos han oído hablar en boca de algún primo o un vecino, pero eso no impide que cualquiera que dé patadas a un balón en una playa africana siga soñando con el salto al fútbol europeo, ese que ven por televisión.


Panel interactivo de información
de resultados futbolísticos
En lugares donde las carreteras son de tierra, las casas de paja y adobe y los campos de fútbol un patatal con un árbol de mango en el medio y terreno inclinado, la televisión por satélite es uno de los bienes tecnológicos más extendidos. No existe aldea sin un bar que haya contratado el omnipresente DSTV (Digital Satellite TeleVision), una empresa sudafricana que se ha hecho con el monopolio de las retransmisiones deportivas del continente, y que dedica un canal para cada una de las ligas europeas, junto con la ugandesa, keniata, nigeriana y algún que otro país más. En estos lugares basta una televisión de las antiguas, a veces incrustada en una celda para evitar robos, y en ocasiones un proyector mostrando la imagen sobre una sábana blanca (todo un lujo), para que cientos de personas se concentren delante de la pantalla, ataviados con las camisetas de sus equipos favoritos. Elásticas que pueden ser buenas imitaciones, malas imitaciones o directamente imitaciones imposibles, como aquellas que mezclan escudos de un equipo con el patrocinador de otro. Viendo fútbol, por ejemplo español (la internacionalmente conocida como La Liga), uno entiende la importancia del horario de los partidos y de diseminar los mismos. Un Madrid-Barça que se juegue a las diez de la noche hora española supone que mucha gente no podrá volver a su casa a las dos de la madrugada hora tanzana, cuando el partido termine, y por lo tanto bajará la audiencia internacional. Del mismo modo, si retransmitimos un partido diferente cada dos horas, y además lo cuadramos un poco con la liga inglesa (la Premier, el otro gran referente de fútbol en África) para que nuestros partidazos no coincidan con los suyos cada fin de semana, nos garantizamos la mejor audiencia mundial. Eso debió haber pensado Roures, ese señor dueño del fútbol español que parece decidir a su antojo cuándo y cómo se juegan los partidos.

El fútbol es omnipresente en África. Sin miedo a exagerar, podría asegurar que el diez por ciento de todas las camisetas que visten los habitantes de la parte del continente que he conocido son de equipos de fútbol europeos o selecciones nacionales. El fútbol inglés, con Manchester y Liverpool a la cabeza, es el rey, pero el español no se queda atrás, donde el Barcelona, quizá por sus buenas últimas temporadas, es el escudo más visto. La camiseta española es, con mucha diferencia, la más popular en cuanto a selecciones se refiere, y aunque casi nadie sabe dónde estamos ni el más mínimo dato de nuestro país (record mundial de tasa de paro al margen, claro), inevitablemente la conversación tornará al fútbol en cuanto uno informe de su lugar de procedencia. "¿De verdad eres Sergio Ramos?" he escuchado docenas de veces cuando he añadido Ramos a mi nombre para asegurarme de que lo escribían correctamente. Pero más allá de las camisetas, encontramos reminiscencias futbolísticas en los autobuses, en los mini buses, en los nombres de los comercios: supermercado Anfield Road, peluquería You'll never walk alone, barcos de vela Camp Nou o tienda de móviles Wayne Rooney. No es extraño, además, encontrar en una esquina una pizarra de tiza en la que, puntualmente, se actualizan los resultados de las ligas de fútbol europeas y se anuncian los próximos partidos para que el buen aficionado planifique su semana y su peregrinación al bar, al barracón con tele o a la recepción de esa pensión pequeñita que ha conseguido un poco de dinero para abonarse a la televisión por satélite.

Estadio municipal. Lesoto.
Termina otro partido, esta vez de la liga de campeones. Los que hace unos días salieron cabizbajos del barracón por la derrota del Barcelona hoy están eufóricos y gritan y saltan por las calles del pueblo como si Tanzania hubiera ganado la mismísima Copa del Mundo. Es posible que los derrotados de hoy estuvieran contentos el sábado anterior porque, sorprendentemente, aquí cada seguidor lo de es un equipo en cada país. "What team do you support?" - "Barcelona, and you?" - "Manchester, Bayern Munich, AC Milan y Real Madrid". Haz tu selección, escoge uno de cada país y, además de poder seguir con intensidad media docena de partidos a la semana, puede que este año ganes cuatro ligas, dos copas y una Champions League. Viva el fútbol, también en África

martes, 12 de marzo de 2013

Rebuznos en la noche

Cuando el autobús nocturno procedente de Mombasa, que ha empleado casi ocho horas en recorrer los doscientos kilómetros hasta su destino, llega al punto continental de Kenia más cercano al archipiélago de Lamu, siempre hay uno o dos barquitos de madera con un sencillo motor esperando a los pasajeros. El trayecto, de apenas treinta minutos, se hace todavía bajo el cielo negro de la noche del Índico y aún no ha amanecido cuando se descargan los bártulos de los viajeros en el puerto de Lamu, en permanente remodelación, y que nos recibe con sus luces amarillentas y su calurosa calma. No importa llegar sin reserva alguna de alojamiento: tres lugareños, quizá alertados por el conductor del autobús de que varios mzungus (blancos) están de camino, o quizá incapaces de dormir por el pegajoso calor de finales de febrero pero en ningún caso movidos por un interés monetario, se ofrecen como guías improvisados para recorrer uno tras otro los hostales que se adaptan a nuestro presupuesto. Vemos salir el primer rayo de sol a nuestra espalda y descansando sobre nuestra baranda con vistas al océano cuando escuchamos, por primera vez, el más característico de los sonidos de Lamu: un rebuzno.

Lamu es la más importante y conocida isla del archipiélago del mismo nombre, aunque no la más grande. En este lugar cercano a la frontera con Somalia una pareja de turistas ingleses fueron secuestrados por piratas somalíes en septiembre del 2011, y uno de ellos fue asesinado por los secuestradores. La misma suerte corrió una francesa que, llevada a la fuerza a territorio somalí por sus captores, resultó muerta unas semanas más tarde. Quizá sea el recuerdo de estos desgraciados acontecimientos, tal vez sean los alarmistas avisos de las embajadas occidentales que desaconsejan la visita a Lamu por su cercanía al complejo país de Somalia, es posible que las recientes elecciones keniatas influyan, pero lo cierto es que apenas hay turistas en Lamu, y eso es lo que la hace aún más especial. Aunque a Lamu no le hacen falta más ingredientes para ser, posiblemente, el mejor lugar que haya visto en África, con permiso de Ilha de Moçambique. A la más antigua ciudad suajili del mundo y la mejor conservada no se le puede pedir más, y difícilmente cabrían más cosas en este reducido espacio de callejones angostos en los que sólo hay espacio para los burros y ante los que todos, incluidas las mujeres ataviadas con burka y los ancianos fumadores de tabaco negro ceden el paso.

Es este un lugar donde perderse, voluntariamente. Sólo los locales pueden orientarse por sus estrechas calles empinadas a cuyos lados surgen una tras otra orgullosas puertas de madera tallada de varios siglos de antigüedad. Es la herencia árabe, cuyos comerciantes llegaron a este lugar en el siglo XVI y establecieron un puerto de mercancías tales como la madera de ébano, el marfil, la pesca y, por supuesto, los esclavos. A los árabes les siguieron los persas, los hindúes, los chinos, los portugueses y los ingleses, pero todos ellos supieron conservar la esencia de una ciudad con más de nueve siglos de antigüedad y cuyos edificios encalados construidos con coral y piedra se conservan, al igual que sus antiquísimas mezquitas, en perfecto estado y orgullosos de su pasado. En Lamu no hay coches, excepto la desvencijada ambulancia y algún que otro vehículo oficial a los que dan poco uso. El verdadero rey del transporte es el burro, terco pero laborioso, que carga con las mercancías de un lugar a otro de la ciudad, transporta a sus propietarios de un extremo a otro de la isla y además sirve de entretenimiento a los niños que, desde muy pequeños, juegan a las carreras montados sobre sus Plateros particulares en pleno paseo marítimo. Por la noche, aparcados en algún rincón de la antigua ciudad de piedra, incomodados quién sabe por qué o quizá en plena conversación nocturna con algún compañero de trabajo, estos valientes animales (al parecer el único animal de su tamaño que no se asusta ante la presencia de un león) emiten sus profundos e impactantes rebuznos: quince o veinte segundos de un histriónico alarido entrecortado que, para aquellos que aún no nos hemos acostumbrado, inevitablemente nos despiertan de nuestro sueño, en nuestra habitación con vistas y sin ventanas, en nuestro ático de piedra y coral desde el que podríamos llegar al otro extremo de la ciudad saltando por los tejados, de casa en casa.

La ciudad vieja, Patrimonio de la Unesco, tiene motivos para estar orgullosa. Acumula más lugares históricos que todo África del Este junta y es uno de esos pocos lugares en el mundo que yo he visitado en el que la belleza es el conjunto, lo interesante es la mera existencia, lo impactante es la simple contemplación, lo inolvidable es haber llegado hasta aquí y no querer marcharse nunca. A ello contribuyen los habitantes de Lamu, posiblemente la gente más encantadora que me haya cruzado en África. Tan sonrientes que un fotógrafo alemán exhibe estos días en el Fuerte-Museo de la ciudad su exposición de fotos titulada Sonrisas de Lamu. Tan hospitalarios que uno, si no fuera porque se pierde al tercer callejón en el que se adentra, se siente vecino del lugar desde el primer día. Tan cálidos en su bienvenida como mañosos a la hora de cocinar los mejores pescados del continente, los más aromáticos cafés especiados de la zona, los más refrescantes zumos de frutas de Kenia. Un lugar tan especial que sus playas de arena blanca y agua de piscina, que existen en Lamu y en abundancia, no son uno de sus reclamos principales. Sí, es cierto, puede uno dedicarle un tiempo a montar en dhow (un barco de vela) para bucear entre corales y puede uno pasar una mañana en alguna de las mejores playas del Índico, pero tan solo un rato. Dígale usted a este burro que me lleve de vuelta a la ciudad, que quiero volver a perderme en los callejones y hacerme a un lado cuando me encuentre con uno de ellos de frente.

Unos instantes antes de subir al barquito de madera que lleva mi macuto a la Kenia continental para tomar un nuevo autobús de camino a lugares imposibles de superar a Lamu, decido perderme por última vez por los estrechos recovecos de la capital de la isla. Descubro una nueva mezquita, quizá con más de quinientos años de antigüedad; me adentro en el mercado de pescado, restaurado con fondos provenientes de la vieja Europa; descubro un campo de fútbol de fina arena de playa en el que la irrupción de un burro en el terreno de juego no es motivo suficiente para parar el partido; apuro la última cerveza en la cantina de la comisaría de policía, único lugar de la isla donde puede comprarse alcohol de alta graduación; hago una visita al santuario de burros, que da cobijo a animales enfermos o huérfanos y, finalmente, me dejo caer por algún callejón para encontrar la calle principal, aquella a la que siempre se llega y que, inevitablemente, me dirigirá a la plaza principal, el centro del universo que ya no está en Perpignan sino en Mkungini Square, llamada así por el árbol del mismo nombre que se erige imponente en su centro y cuya antigüedad nadie puede asegurar. Desde esta plaza, donde los más viejos del lugar arreglan la política nacional y quien más quien menos se refresca con un zumo de caña de azúcar recién exprimido, ya veo el barco que, qué remedio, me lleva de vuelta a un lugar menos especial, menos histórico, menos magnético y, seguramente, con menos encanto.


martes, 5 de marzo de 2013

¡Cuidado, elecciones!

A principios del año 2008, unos días después de las elecciones presidenciales celebradas el veintisiete de diciembre de 2007, Kenia se sumió en el caos y la violencia. Los partidarios de Raila Odinga, perdedor de las elecciones, alentados por un líder que, a pesar de la derrota y apelando a un masivo fraude electoral se proclamó "presidente del pueblo", comenzaron una espiral de violencia por todo el país que fue duramente contestada por los partidarios del presidente electo, el octogenario Mwai Kibaki, en un contraataque orquestado por Uhuru Kenyatta, delfín de Kibaki. El conflicto, que duró más de dos meses, se llevó por delante la vida de mil trescientas personas, mas de medio millón de desplazados y causó una profunda herida social, política y étnica. Tras la denuncia de fraude electoral de los observadores internacionales, las apelaciones étnicas a su conveniencia de los líderes políticos y la intervención del entonces presidente de las Naciones Unidad, Kofi Annan (el de verdad, no este) ambos líderes firmaron un acuerdo de paz que concluía que Kibaki, ganador de las elecciones, renovaba su mandato de presidente y Odinga, supuesto perdedor, se convertía en el primer ministro del país. Aquel acuerdo puso fin a la "guerra civil, la expresión empleada por unos enfermeros de un hospital que visité en Nakuru cuando les pregunté por su recuerdo de aquellos días. La política se mezcló con la identidad étnica y la miseria, protagonizada por esos millones de keniatas que viven con menos de un dólar al día, salió a las calles. En Kibera, el suburbio de Nairobi considerado el slum más grande de África, tuvo lugar el epicentro de las protestas y también de los muertos, y todo el país, de oeste a este, de la frontera somalí a la tanzana, se sumió en un estado de violento pánico.

Nadie en Kenia ha olvidado aquellas semanas. Ni los keniatas ni los expatriados, voluntarios o turistas. Hay miedo, mucho, y mucha precaución, quizá excesiva. El gobierno español avisa a los turistas de esta forma, tal y como puede leerse en la página web del Ministerio de Asuntos Exteriores en la información sobre Kenia:

AVISO CON VISTAS A LAS ELECCIONES DEL 4 DE MARZO DE 2013
El próximo 4 de marzo de 2013 se celebrarán en Kenia elecciones presidenciales y generales. En función del resultado podría haber una segunda vuelta, en principio prevista para el 11 de abril. La tensión puede aumentar a medida que se acerque la fecha de las elecciones y prolongarse a lo largo de todo el periodo electoral y postelectoral. Por ello, aquellas personas que tengan previsto desplazarse a Kenia durante ese periodo deben valorar la posibilidad de retrasar el viaje si no es imprescindible realizarlo. Si finalmente se desplazan a Kenia (...) extremen las medidas de cautela y autoprotección, evitando las aglomeraciones, algaradas o lugares públicos donde se celebren reuniones de carácter político. Se recuerda que existe un serio riesgo de que se produzca un serio riesgo de que se produzcan secuestro en todo el país. La inseguridad es alta en todo el territorio de Kenia, tanto por actos de delincuencia común como organizada, especialmente en la capital, Nairobi, así como en las principales ciudades. Se aconseja por lo tanto extremar las medidas de seguridad y autoprotección. Kenia no está libre de la amenaza terrorista.

Y es que el miedo está muy presente. Los voluntarios y cooperantes de una Fundación española que opera en la isla de Lamu nos contaron que, desde una semana antes de las elecciones, se irían unos días de turismo a Tanzania, país desde el que vigilarán la evolución de Kenia tras las elecciones. Uno de mis compañeros de safari por el parque del Serengety (Tanzania), un médico aleman voluntario en Nairobi, ha decidido que sus quince días de vacaciones coincidan con el periodo pre y post electoral keniata. E incluso dos turistas, también germanas, no muy pendientes de la actualidad internacional y al enterarse de la proximidad electoral y pedir consejo a su embajada en Nairobi, se plantean con cierta urgencia la posibilidad de cambiar sobre la marcha el destino de sus dos semanas de vacaciones. A pesar de las llamadas a la calma de los políticos, a pesar de que los keniatas que viven del turismo (la principal industria del país) aseguran por la cuenta que les trae que esta vez no se repetirán los conflictos, a pesar de que mil trescientos muertos son demasiados para que el país no haya aprendido la lección, lo cierto es que los protagonistas de lo ocurrido en 2008 son los mismos que los que se presentan a las elecciones: el señor Odinga, hijo de una importante familia política, de la etnia de los Luo y admirador de Fidel Castro, fue el instigador de las primeras revueltas violentas de hace cuatro años; y el señor Kenyatta, hijo del primer presidente de Kenia, una de las personas más ricas del país, miembro de la etnia de los kikuyu y con un juicio previsto para el próximo abril en el Tribunal Penal Internacional de La Haya por crímenes contra la humanidad cometidos como respuesta a las primeras revueltas postelectorales. Dos joyas.

Desde hace meses, Kenia vive pendiente de las elecciones. El pueblo, sea llano o no, ha seguido con inusitado interés la campaña electoral, comenzada hace meses, y el debate político está presente en la calle, en los mercados, en las paredes de cualquier rincón del país, empapeladas hasta el extremo de carteles propagandísticos. El primero de los dos debates electorales celebrados fue retransmitido por todas las televisiones del país, anunciado a bombo y platillo por todos los medios de comunicación y seguido por la mayoría de la población. "Mejor que confirmes tu reserva para el safari esta misma mañana - me pedía el gerente de una agencia de viajes de Nakuru- porque esta tarde es el debate de las elecciones y cerramos la oficina para verlo". Durante semanas, las manifestaciones de los partidarios de uno y otro partido (en total ocho candidatos electorales, aunque todos menos dos sin la más mínima posibilidad de victoria) se dejan ver por las calles de Nakuru, Nairobi, Mombasa o Lamu, enfundados en sus camisetas de colores, armando un barullo mayor, si cabe, que los partidarios del otro partido, en la acera de enfrente, que cortan la circulación con una caravana de camiones descapotables.

Cinco de marzo de 2013. Nueve de la noche hora de África del Este. Kenyatta, el delfín del actual presidente y futuro inquilino del banquillo de La Haya parece haber ganado las elecciones. Con el 40% del escrutinio, este politólogo formado en Estados Unidos obtiene el 53% de los votos lo que le convierte automáticamente, tal y como establece la nueva Constitución, en el nuevo presidente del país, sin necesidad de una segunda vuelta electoral. De momento, los quince muertos registrados entre los días de ayer y de hoy no parecen vaticinar una nueva espiral de violencia aunque, desde la lejanía de Tanzania, me pregunto cómo se vivirá la jornada postelectoral en alguno de los suburbios de Nairobi que vi desde la ventanilla de mi tren nocturno con destino Mombasa. Allí, los más pobres del país aseguran que ellos no entienden de clanes ni de etnias, de rojo ni de azul, de una familia política ni de otra. Sólo de ricos y de pobres. Y pase lo que pase no parece que ningún candidato vaya a luchar por revertir la situación del país 140 sobre 176 en la lista de Transparencia Internacional.

lunes, 4 de marzo de 2013

Las fuentes del Nilo


Que el río Nilo desemboca en el mar Mediterráneo, al norte de la ciudad de El Cairo, es algo que más o menos todos podemos recordar. Que sea uno de los más largos del mundo (el segundo, en la actualidad, después de que el Amazonas lo haya desbancado de esta posición tras haberse descubierto un nuevo lugar de su nacimiento) y el más largo del continente africano es otro dato que podemos reconocer con facilidad. Sin embargo, a la hora de responder la pregunta de dónde nace el Nilo, la culturilla media entre la que me encuentro es posible que no sea suficiente para poder dar una contestación apropiada. Quizá encontremos consuelo en que, después de haber leído, investigado y preguntado, la respuesta a esta pregunta sigue sin estar clara. ¿Dónde nace el Nilo? Pues bien, depende de a quien se lo preguntes. Para muchos, el Nilo tiene su origen en el norte del lago Tanaganyka, en Ruanda, no muy lejos de donde se puede visitar a los gorilas (los de a quinientos cincuenta dólares la hora), aunque no faltará quien opine que el Nilo realmente tiene su fuente principal un poco más al sur, en Burundi, al este del mismo lago Tanganyka. Finalmente algunos son de la opinión, más guiados con fines de marketing turístico que por precisión geográfica, de que el río Nilo nace en el extremo norte del lago Victoria, cerca de la ciudad de Jinga, en Uganda.

¿El río más largo del mundo?
Y es con esta fuente del Nilo con la que nos vamos a quedar, que para eso hemos estado en ella. Allí, en una especie de santuario fluvial, convenientemente aclimatado a las necesidades de los turistas, estos pueden ver con sus propios ojos como, en un recodo del lago Victoria, de repente las aguas brotan con una fuerza diferente al del resto de esta tranquila y descomunal albufera, como si una fuente oculta en el fondo bombeara agua dulce con una fuerza tal que, en pocos metros, el caudal del río ya es navegable y, pocos kilómetros después, ya hace posible la creación de una presa que, para algunos, ha cambiado la fisionomía y fuerza del propio río. Para dejarlo claro, una placa en una pequeña (y turística) islita, nos recuerda que estamos delante del nacimiento del Nilo, en el lugar exacto en el que el explorador británico John Hanning Speke lo vio por primera vez en 1858. Claro que, si la misma señal también considera el río como el más largo del mundo, ¿por qué íbamos a creer que es esta la fuente del Nilo?

Sea o no, es mucho más interesante avanzar unos kilómetros hacia el norte, ponerse un casco y un chaleco salvavidas, montarse en una pequeña embarcación hinchable con un guía local y decidir, cinco meses después, volver a jugarse la vida lanzándose por los rápidos de un río, en este caso el Nilo y no el Zambeze. Sin duda, el rafting por el Nilo Blanco a la altura de la ciudad de Jinja es la actividad que descarga más adrenalina de todo Uganda y aunque no podamos comparar el número de rápidos por los que uno se tira (ocho, frente a los veintitantos de Victoria Falls) sí podemos comparar, ya lo creo, la intensidad de los mismos. Esta es tal que, ya sea porque sólo éramos cinco personas en la barquita, ya sea por nuestra poca pericia o tal vez porque nuestro guía tenía ganas de reírse a nuestra costa, fuimos sistemáticamente volcando la embarcación en casi todos los rápidos que afrontamos. La experiencia es divertida, qué duda cabe, hasta que llega el momento en el que uno, al volcar, pierde el contacto con la cuerda de la embarcación y es engullido por una corriente del río tras otra, llevado a merced de la fuerza del agua, confiando en que el chalequito salvavidas naranja cumpla su función y, finalmente, agradeciendo la experiencia de haber montado en boda-boda en Kampala, lo que le permite a uno poder mantener la respiración durante unos treinta segundos, aunque esta vez bajo el agua.

Murchison Falls
El Nilo, cuando deja de jugar a los rápidos y tragarse turistas para luego devolverlos a la vida, avanza mucho más tranquilo hacia el norte, cruzando Uganda con una ligera desviación al oeste, en su camino hacia el lago Alberta. Unos kilómetros antes de llegar aquí, en lo que a la postre sería el punto más septentrional de mi viaje por Uganda, el Nilo separa en dos el parque nacional de Murchison Falls y se convierte, de nuevo, es un destino turístico de primer orden para los viajeros por este país. ¿Cómo no visitar uno de los pocos destinos ugandeses donde se pueden encontrar con facilidad elefantes, antílopes y jirafas, y con un poco más de suerte leones, búfalos y leopardos? ¿Cómo no sentirse explorador inglés por un rato y, a bordo del ferry The African Queen, remontar un río a cuya orilla los cocodrilos y los hipopótamos parecen haber repartidos los espacios para no dejar apenas un lugar libre? ¿Cómo no ponerse en la piel de Humphrey Bogart e imaginarse junto a Katharine Hepburn enfrente de las famosas cataratas que aparecen en la película La Reina de África? Sí, las conocidas como Murchison Falls se encuentran aquí, al final de una hora de relajado trayecto en barco y un paseo a pie por la orilla del río. Elegantes desde la base, espectaculares y estruendosas desde arriba, la cataratas Murchison, llamadas así en honor al antiguo presidente de la Royal Geographical Society, Roderick Murchison.

Hasta pronto, Uganda
Uganda, ese país sonriente y amable que ha visto en el turismo la mejor manera de salir de su sombrío pasado, nos despide también con agua. En su extremo este, en la frontera con Kenia, protegidas por el imponente Monte Elgon, se precipitan una detrás de otra las tres cascadas que conforman las Sipi Falls, la mayor de ellas de cien metros de altura, y que regalan además unas vistas inolvidables de un valle rodeado por frondosos bosques y cuevas ocultas tras el macizo de piedra. Allí, enfrente de las cascadas, unos cuantos voluntarios americanos del Peace Corps (omnipresentes en África) tuvieron la brillante idea de construir un hostel cuyo mayor mérito, que no es poco, es el de ofrecer cada mañana al despertarse la más espectacular de las vistas de Uganda. Aún con agujetas acumuladas por las caminatas por las montañas, todavía con la cara risueña del chimpancé en la retina, escuchando de fondo el rugido del agua precipitándose por las Murchison Falls y rememorando los treinta interminables segundos sumido en la lavadora de uno de los rápidos del Nilo después de caer de mi barquita del rafting, uno abandona Uganda convencido de que, si no lo es ya, este país será un destino turístico de fama mundial en menos de lo que una moto taxi o boda-boda tarda en cruzar Kampala de punta a punta.