
Cuando, en 1873, el escocés David
Livingstone, el mismo de las
cataratas Victoria, murió en la actual
Zambia en su búsqueda del nacimiento del Nilo, muchos de sus
seguidores, admiradores y religiosos varios optaron por seguir los
pasos del Doctor y poner rumbo a África para continuar con el
proceso de evangelización de los
pobres negros indígenas. La
Iglesia Libre de Escocia empezó su trabajo en Cape Maclear, a la
orilla sur del lago Malaui, pero la hembra del mosquito anopheles y
su consiguiente malaria debió de causar estragos entre los
misioneros que, después de tantear un par de nuevas ubicaciones,
encontraron en 1894, en la altiplanicie norte del actual Malaui, un
lugar ideal donde fundar su misión, a la que llamaron Livingstonia.
Hoy, más de ciento diez años después, la ciudad se presenta como
un surrealista oasis occidental en lo alto de una montaña a la que
se accede tras recorrer quince kilómetros a lo largo de un camino
increíblemente pedregoso, serpenteante y embarrado que tan solo
coches 4x4 y camiones pueden afrontar. Quizá la ausencia de
paludismo sea la única explicación posible a por qué un grupo de
misioneros británicos, dirigidos por el Dr. Robert Laws, decidieron
fundar en este remoto e inaccesible lugar un centro de evangelización
para la comunidad negra de esta orilla del lago Niasa, tal y como lo
nombró el propio Livingstone.

Pasear por Livingstonia es retroceder
un siglo atrás y, con vistas a achatadas montañas a un lado y al
lago Malaui al otro, encontrarse con una ciudad occidental de calles
sin asfaltar donde no faltan la iglesia decimonónica, la
Universidad, la torre del reloj, la primera casa del Doctor Laws
mantenida en su estado original o el enorme y muy bien conservado
hospital, que en su tiempo fuera el más grande de África. En su
museo/albergue/restaurante, donde la cúpula actual de la misión
estaba celebrando un almuerzo-reunión, el tiempo parece haberse
detenido y uno tiene la sensación de que, si no el propio
Livingstone, alguno de sus fervientes seguidores va a aparecer de un
momento a otro explicando los motivos por los que el cristianismo es
la mejor religión y los locales deben abandonar sus creencias
ancestrales para abrazar la fe verdadera. En la Iglesia, la gigante y
preciosa vidriera de la entrada muestra al propio Livingstone, con su
famoso sextante (se le reconocen sus méritos también como
astrónomo), rodeado de indígenas y con el lago de fondo, en pleno
proceso de evangelización.

Para algunos, aquellos no tan
interesados en la Historia, la visita a Livingstonia y sus
alrededores merece más la pena por el entorno y las vistas que por
la propia ciudad. Y es que el más conocido de los lugares donde
alojarse, el
Mushroom Farm Hostel, se ha ganado con razón la fama de
ser uno de los mejores alojamientos de este rincón del continente:
casitas abiertas desde las que contemplar el frondoso bosque desde
la cama, baños ecológicos con duchas calentadas por energía solar
y rematadas con bolas de discoteca para quitarse el barro de los pies
rodeado de lucecitas de colores y todo ello a precio de mochilero,
ambiente de viajero económico y comida monótona pero casera y sobre
todo, barata. Algunos se quedan aquí semanas, pero no se sabe bien
si es por el encantamiento de las vistas del lago con las montañas
de Tanzania al fondo o por la pereza de salir a la carretera
principal y enfrentarse al reto de parar algún camión que, en su
camino de vuelta a la civilización, se preste a dejarle subir a uno
en su remolque y, sobre sacos de harina, adoquines o paja, según sea
la suerte, le acerquen a la carretera principal donde proseguir
camino.

El innegable ambiente religioso de
Livingstonia trae a la memoria muchas de las experiencias
relacionadas con lo espiritual vividas en África en los últimos
cinco meses. El “hecho religioso” es omnipresente en África, es
indisociable de sus gentes y su sociedad, de la mayoría de los actos
cotidianos, ya sea un viaje en autobús o una breve conversación con
un desconocido. Por lo visto, los misioneros cristianos europeos como
aquellos que fundaron Livingstonia hicieron un buen trabajo, pues
parece difícil encontrar un africano del sur que no abrace alguna
religión. Generalizando mucho, mucho, con el riesgo que eso
conlleva, África se divide en dos grandes religiones: el
cristianismo, predominante en el África negra (centro, este y sur) y
el Islam, mayoritaria en el norte del continente. Y lo curioso es que
ese cristianismo del sur de África tiene muchas manifestaciones
diferentes. Las iglesias, que se suceden una tras otra en cualquier
aldea que se precie, presentan las más variadas nomenclaturas, desde
la Iglesia Universal del Reino de dios a la Iglesia Adventista del
Séptimo día, pasando por la Iglesia de Cristo, la Iglesia Bautista
de Dios, la del Evangelio de Cristo, la de la Salvación de los
creyentes o la del Dios Vivo, sin olvidar a los Testigos de Jehová.
Pero lo que de verdad abunda son los mensajes religiosos, las
alusiones divinas, los recordatorios de Jesús y Dios en cualquier
rincón del África subsahariana. No hay bus o minibús que se precie
en el África negra que no tenga una alusión religiosa, o al fútbol
(para algunos, otra religión): “Dios es el camino”, “Jesús te
ama”, “Jesús me guía”, “El señor ordena, yo obedezco”,
“Yo soy un siervo de Dios” o “Jesús es la única verdad” son
algunos de los lemas que lucen los parabrisas de la mayoría de las
chapas que he tomado en los últimos meses, si bien es verdad
que algunas de ellas rezaban cosas tales como “Este conductor es
seguidor del Liverpool” o “Siempre con el Chelsea”.
Durante mi primer fin de semana en
África, en la sudafricana ciudad universitaria de
Stellenbosh, un
zimbabués de traje y corbata se acercó a mi por la noche y,
mientras contemplábamos el fuego, me comenzó a contar el origen de
su fe en Jesús, lo que significaba para él la creencia en el Señor
y por qué el Cristianismo era la religión que yo tenía que seguir.
Llegado el momento, quizá inquieto por mi falta de interés en su
monólogo, me preguntó cuál era mi religión, y entonces recordé
uno de los pasajes de
Ébano, del inmortal Kapuscinsky:
“Sin embargo, el meollo del asunto
consiste en algo más profundo. Se trata, nada menos, que de la
cuestión de la fuente y esencia del ser. La manera de pensar de los
africanos, al menos de los que he conocido a lo largo de muchos años,
se revela como profundamente religiosa. «Croyez-vous en Dieu,
monsieur?» (¿Cree usted en Dios?). Siempre esperaba esa pregunta
porque sabía que me la acabarían haciendo; me la habían hecho ya
tantas veces... Y sabía que el que me la hacía, a partir de aquel
momento me observaría con sumo cuidado, sin perderse ni el más leve
gesto mío. Me daba perfecta cuenta de la importancia del momento y
del sentido que éste entrañaba. También presentía que mi manera
de responder sería decisiva para nuestras mutuas relaciones, en
cualquier caso, para la actitud que mi interlocutor adoptaría hacia
mí, eso seguro. Y cuando le contestaba «Oui, je crois en Dieu»,
veía qué gran alivio se dibujaba en su rostro, cómo se descargaba
en su interior la tensión e inquietud que acompañaban la escena,
cómo este hecho lo hermanaba conmigo y permitía romper la barrera
del color de la piel, del estatus y de la edad”.

No fue esa mi respuesta, más bien todo
lo contrario. Observé su contradicción, su asombro, su rechazo a
continuar nuestra conversación frente a las brasas. Meses después,
ya en un país del este de África, y tras visitar una mezquita, un
local me hizo la misma pregunta. Ante mi misma respuesta, su reacción
no fue de rechazo, sino de esperanza: “No te preocupes, aún tienes
tiempo de creer”, me aseguró. Mensajes similares me llegan también
por Faceb
ook, esa red
social que lo mismo sirve para ahorrarse el psicoanalista que para
intentar seguir los pasos de los antiguos evangelizadores. No hay
semana en la que alguno de mis nuevos amigos africanos no me metan
sin preguntar en algún grupo de Facebook con nombres tan sugerentes
como “God is the Lord”, “'Happy moments, PRAISE GOD. Difficult moments, SEEK GOD. Quiet moments,
WORSHIP GOD. Painful moments, TRUST GOD. Every moment, THANK GOD”
o “God loves you no matter what”. Por lo general es la misma
gente, encantadora, que te enseña el pequeño altar
que tiene en su infravivienda como su más preciado bien, unos
instantes antes de pedirte que cojas de la mano al resto de la
familia para empezar una oración. Como casi todo el mundo en África,
y del mismo modo que los fundadores de la misión se los encontraron
la primera vez, estos creyentes son pobres de solemnidad. Pero ricos
de espíritu, pensarán algunos.
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