lunes, 25 de febrero de 2013

El reino de los boda-boda


Fue el primer ministro británico, Winston Churchill, el que tras un viaje a Uganda cuando ésta era todavía parte del imperio británico bautizó a este país como “la perla de África”. Años después, ese sigue siendo el eslogan turístico para atraer visitantes de todo el mundo a este país con la mitad de extensión y la mitad de población que España. En la época del acertado comentario de Churchill, Kampala no era todavía la capital (privilegio que tomó de Entebbe, donde queda el aeropuerto internacional del país), ni la animada y caótica urbe que es hoy; puede que tampoco fuera una de las ciudades más seguras de todo África oriental, tal y como nos la hemos encontrado en nuestros días y, con toda seguridad, no sería el escenario en el que casi todo es posible en apenas cinco días, siempre que uno se deje llevar por los habitantes locales y, sobre todo, le eche el valor necesario para subirse a un boda-boda y cerrar los ojos.

Boda-bodas en su reino
Un boda-boda es una moto barata, de fabricación china, ruidosa y contaminante, pilotada por un conductor suicida que gana unos diez dólares diarios llevando a pasajeros en el asiento trasero de su motocicleta de un lugar a otro de la ciudad. Una moto-taxi, vaya. Su nombre proviene de que, al principio de su existencia, transportaban pasajeros de un frontera a otra del país (border-border). Hoy, los trayectos por Kampala, aunque no vayan a ninguna frontera, tardan casi lo mismo que si lo hicieran, y es que la ciudad parece vivir en una permanente hora punta y tiene el privilegio de contar con el tráfico más caótico que he podido conocer en seis meses de experiencia africana. Y eso que para el conductor de moto-taxi las normas de circulación son un ente teórico del que alguna vez oyó hablar a alguien, pero que jamás se ponen en práctica. Los semáforos no existen, las rotondas no implican necesariamente ceda el paso (de hecho, las motos cuadran el círculo en las mismas en función de la salida que necesiten tomar) y las aceras son un carril más por el que circular. Quizá porque no conocen las leyes, porque todos asumen que tienen preferencia, porque son los auténticos reyes de la ciudad, los boda-boda son la única alternativa real de transporte en la apasionante ciudad de Kampala. Es en boda-boda donde uno carga su macuto, su mochila de mano y el backpack de una de sus dos compañeras de viaje para llegar al hostel donde dormirá, mientras ellas dos asumen la carga del tercer macuto y suman los tres pasajeros que junto con el piloto, transportará la motocicleta. Lo más habitual, teniendo en cuenta que si se paga lo suficiente el conductor puede cargar con tres personas más además de él mismo.

Es en boda-boda como llegamos a la Mezquita Gaddafi, imponente, estilizada y visible desde casi toda la ciudad. Ante mi queja por los cinco dólares que nos piden por visitar este edificio religioso, la misma mujer que coloca los pañuelos en la cabeza a mis amigas me comenta con cierta nostalgia que antes, el coronel Gaddafi sufragaba los gastos de mantenimiento de la mezquita, además de haber sido el principal donante para su construcción, terminada en 2007, pero que “desde que ya no está”, se ven obligados a cobrar a los turistas que la visitamos. La entrada justifica su coste, en especial por la ascensión a su minarete desde el que las vistas de la ciudad son de las que no se olvidan. No deja de ser curioso que el nombre de la mezquita, el mismo que el de la avenida donde está situada, se mantenga, y al final uno llega a la conclusión de que, quizá, aquí no se han llegado a creer aquello tan occidental de convertir a las personas de ángeles a demonios según nos interesa.

Un horno de pan ugandés
Viajar con suizas tiene, entre otras muchas ventajas, que un día vieron en la televisión de su país un programa al estilo “me cambio de familia”, pero que bien podría titularse “me cambio de puesto de trabajo”. En él, dos panaderos suizos dejan atrás su lujoso horno occidental y viajan a Kampala durante una semana para intentar apañárselas con las condiciones de trabajo de una bakery ugandesa. Al mismo tiempo, William, panadero ugandés, se desplaza a la Suiza germánica para demostrar su valía usando la mejor tecnología al servicio de la panadería y repostería. Y, cómo no, las suizas querían conocer la panadería ugandesa y al protagonista de este reallity show helvético (¿es un consuelo que no seamos los únicos aficionados a la telebasura?). Es así como, tras treinta minutos de boda-boda, William se nos revela como uno personaje de leyenda, un artista en el noble arte de decorar tartas de cumpleaños y de boda, un empresario en potencia que ya sueña con levantar su propio negocio de repostería sustentado en el aerógrafo de decoración que le regalaron en Suiza y del que no dudamos que cumplirá su promesa de invitarnos a su boda, sin fecha todavía, y de cuya tarta nupcial él será el único responsable.

Delegación de la Unión Europea en Kampala
Kampala es una ciudad desestructurada y caótica, que con gusto y facilidad te arrastrará donde ella quiera, si tú te dejas llevar. Y es así como, una noche, sin saber muy bien los motivos, nos vimos durmiendo en la mansión del periodista más popular de Uganda. Allí me perdí durante horas en su impresionante biblioteca, caracterizada por su obsesivo interés por la política norteamericana, el genocidio de Ruanda y la Alemania nazi. Y fue allí donde comprendimos que también en Kampala, como en todas partes, hay ricos, y que no todo son barrios en los suburbios donde nuestros queridos anfitriones, por aquello de la solidaridad entre scouts, también nos quisieron presentar. Aquellos lugares donde un blanco solo no puede entrar, aquellas chabolas donde vive un familiar cuyo parentesco nunca llegamos a comprender, aquellas Iglesias Adventistas del Séptimo Día que acogen a huérfanos y que, años después, son presentadas con orgullo a sus amigos extranjeros por esos mismos huérfanos. Y, entre medias, todo lo que se quiera: una fugaz visita al casino, un paseo por el único museo del mundo en el que se mezclan los fósiles de rinocerontes con la colección de carteles olímpicos, una jam session en el teatro nacional donde aquel que quiera puede hacer sus primeros pinitos como estrella de la canción, adentrarse en el laberinto de la estación de autobuses o recordar un pasado laboral cercano al descubrir la bandera europea luciendo orgullosa en el mejor y más alto edificio de la ciudad.

¿Dónde está mi autobús?
Como medida de precaución que sólo sirve para calmar el miedo psicológico, que no el real, uno pronuncia como un cliché repetido aquello de “and go slow, my friend” al conductor del boda-boda que se dispone a coger. Pero a veces, sólo a veces, quizá cuando el tiempo se ha echado encima, cuando la noche parece indicar que no hay tanto tráfico o cuando dos cervezas hacen que el miedo se disipe, uno cambia el “y vete despacio, amigo mío” por un “quickly, I'm late”. Y es entonces cuando el piloto asume su rol de rey de la ciudad, respira hondo y transporta al pasajero al lugar deseado, eso sí, pero inventando un nuevo código de circulación en el camino y marcando un nuevo récord en lo que a aguantar la respiración se refiere.  

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