lunes, 18 de febrero de 2013

99%


Uganda, Ruanda y Burundi, esos tres países centroafricanos que uno repite de carrerilla como si de las tres repúblicas bálticas (Estonia, Letonia y Lituania) se tratara, son conocidos, genocidios (en el caso de Ruanda) y dictadores popularizados por la película “El último rey de Escocia” (en el caso ugandés) aparte, por albergar las mayores colonias de gorilas y chimpancés del mundo. O al menos, las más accesibles para el turismo. La República Democrática de Congo (DCR, antiguo Zaire) es también un conocido destino donde poder tener contacto cercano con estos primates, aunque su delicada situación política y la inseguridad de su territorio le colocan en clara desventaja frente a sus países vecinos: Ruanda, que aparentemente ha superado su histórico conflicto entre hutus y tutsies y que ha emergido como un país de rápido desarrollo, y sobre todo Uganda, cuyo crecimiento económico, su seguridad, su gente encantadora y sus buenas infraestructuras lo sitúan como uno de los mejores destinos turísticos del mundo. El número uno elaño pasado, que dice la Biblia Lonely Planet.

Quizá por eso, pensé en un primer momento, alguien en el gobierno ugandés decidió en su momento que el precio para visitar alguno de los dos parques nacionales en los que es posible entablar contacto cercano con los gorilas fuera de quinientos cincuenta dólares americanos, unos cuatrocientos euros, a precio de uno de enero de 2013. Probablemente a aquellos turistas que gastan sus vacaciones anuales en dos o tres semanas en Uganda no les escueza en exceso pagar dicha cantidad de dinero por una hora cerca de los gorilas, pero para viajeros de presupuesto ajustado y mochileros varios, quinientos cincuenta dólares se antoja una cantidad desorbitada. Pero hay alternativa económica, y ésta se llama chimpancé. Más pequeño, más ligero, más desconocido y con menos glamour que su primo el gorila, los chimpancés ofrecen, sin embargo, una experiencia más interactiva que los otros, más cercana, quizá hasta más divertida, a tenor de lo que aquellos que vieron a los gorilas nos contaron. Trescientos cincuenta dólares de diferencia entre uno y otro tienen la culpa de que mi experiencia con los primates en libertad del África Central sitúe al Pan Troglodytes o chimpancé común como protagonista de este post.

El lugar elegido es el bosque del Parque Nacional de Kibale, en el oeste del país, no muy lejos de la frontera con la República Democrática del Congo y cerca de las montañas más altas del país. No ha sido difícil conseguir reservar plaza para una de las dos visitas diarias con grupos de unas quince personas que se permiten a diario: al parecer un brote de ébola en el país que tuvo lugar a mediados del año pasado ha alejado a muchos posibles turistas, y las listas de espera que en otros momentos fueran hasta de meses han dejado paso a, como mucho, un par de días de antelación necesaria antes de disfrutar de lo que, para muchos, es su experiencia más memorable en este país africano. Con cierto retraso, una empleada del parque nos reúne a los turistas en una pequeña sala con escasos y mal ilustrados pósteres sobre los primates de la zona, y nos explica las normas a seguir: nos moveremos en pequeños grupos, en caso de avistar chimpancés el tiempo máximo de permanencia a su lado será de una hora, queda prohibido acercarse a menos de ocho metros de los simios, queda prohibido gesticular o imitar sus movimientos pues podría causarles confusión o comunicarles un mensaje inadecuado, obviamente queda prohibido alimentarles pero también comer en su presencia y queda prohibido el acceso al bosque a aquellas personas resfriadas, con gripe o con enfermedades respiratorias, puesto que estos primates pueden contraerlas y su sistema inmunológico no ser capaz de afrontarlas.

Momentos después, nuestro grupo, formado por cinco personas, se pone en camino y se adentra en el tupido y denso bosque. Nos acompaña un ranger, un guía que hace las veces de animador de la velada pero también de agente de seguridad. Ante nuestra pregunta de por qué camina acompañado de un fusil ruso AK-47, nos tranquiliza diciendo que es para asustar a los elefantes que podamos encontrar en el camino, y nunca para defendernos de posibles ataques de los chimpancés. Todo un consuelo. A cada momento el guía se comunica por radio con sus colegas de los otros dos grupos que han salido al mismo tiempo que nosotros. Cada grupo peina una zona diferente, empezando por aquellas en las que se ha encontrado alguna familia de chimpancés esa misma mañana. No somos los primeros en tener fortuna, así que unos cuarenta y cinco minutos más tarde de comenzar la caminata a través del bosque ecuatorial nos llega la confirmación de que uno de los otros grupos ya ha tenido suerte, y nos dirigimos hacia allí. Subidos a lo alto de los árboles de este húmedo lugar, en silencio, y buscando hojas y pequeños insectos en las copas, encontramos a cinco chimpancés, todos de la misma familia. Las primeras imágenes que vemos serán las de sus traseros, estéticamente más agraciados que las de los baboon o mandriles, y la primera interacción con ellos caerá del cielo, en el momento en el que nuestro guía nos avisa para que nos apartemos, pues una “ducha caliente” está cayendo desde la copa del árbol.

Aún tendrá que pasar una media hora antes de que, uno a uno, los cinco miembros de la familia se decidan a bajar del árbol para afrontar su camino a lo que será su casa esta noche: un nido de ramas y hojas secas que utilizarán en una sola ocasión y que es además una de las pistas de los guías para encontrarles en el bosque cada mañana. Cuando lo hacen, cuando bajan a la altura de nosotros los visitantes, es el momento de permanecer parado, de no acercarse pero tampoco realizar ningún movimiento brusco si el simio decide permanecer a nuestro lado, quizá buscando algún gesto de complicidad por nuestra parte, quizá curioso de ver una cara diferente cada mañana y cada tarde, quizá con ganas de jugar o de reírse de nuestra apariencia. El chimpancé, considerado como el pariente más cercano del ser humano, comparte, según algunos estudios, el 99,4% del ADN con nosotros. Hay quien clasifica al ser humano como “el tercer chimpancé” por su similitud con este animal y el chimpancé bonobo, otro de los cuatro grandes simios junto con el gorila y el orangután. Incluso hay quien pide que el chimpancé sea considerado“homo”, el grupo taxonómico en el que estamos clasificados los humanos. Sea como sea, hora y media cerca de estos animales es suficiente para captar su inteligencia y su asombroso parecido a nuestra especie. El chimpancé, o al menos aquel al que tuvimos la fortuna de seguir de cerca durante un buen espacio de tiempo, te observa, te imita y se ríe al tiempo que se golpea la cabeza como diciendo “qué tipo tan tonto tengo delante”. La manera en la que mueve los ojos y las manos, su forma de gesticular, la cadencia de sus movimientos o el uso de herramientas es claramente humano, aunque quizá sea su risa, provocada por un motivo que sólo él conoce, lo que más impresione una vez se le tiene delante.

Nuestro chimpancé se deja acompañar al menos tres cuartos de hora, antes de desaparecer en el fondo del bosque donde ya no hay caminos y nuestro guía no nos deja adentrarnos. Durante ese tiempo, se sube y se baja de varios árboles al tiempo que grita como si alguien le fuera a quitar la comida, aunque sus risas posteriores nos hacen pensar que tan sólo bromea. En ocasiones parece que le gusta que le fotografíen y que se siente cómodo con nuestra presencia. Los años que los cuidadores han estado conviviendo con estos primates se hacen notar, y cuando nuestro ranger nos explica el proceso de adaptación a los humanos que hay detrás es cuando empiezo a entender el por qué de los quinientos cincuenta dólares que cobran por la visita a los gorilas: durante años (tres en el caso de los gorilas, hasta siete con los chimpancés) varios biólogos, veterinarios y psicólogos animales han acudido, día a día, al encuentro con estas familias, comido la misma comida, repetido sus mismos gestos (lo que incluye golpearse el pecho con los puños en el caso de los gorilas) y respetado sus costumbres hasta que, pasado un largo periodo, estos animales aceptan la presencia relativamente cercana de los hombres, lo que permite que turistas como el que escriba pueda encontrarse con ellos en su hábitat natural. Y eso significa no sólo verles comer y copular, sino también pelearse, matarse, reconciliarse, emocionarse, reír y llorar. Como nosotros, humanos, los del 100%. Como la vida misma.  

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