jueves, 24 de enero de 2013

Un lugar donde perderse


La totalidad de los hostales que visité en Malaui durante mis primeros diez días de viaje por este país estaban literalmente forrados de unos enormes posters promocionales del Zulunkhuni River Lodge, un lugar de descanso en la orilla oeste del lago Malaui que presentaban como un paraíso natural, la quintaesencia del aislamiento, el perfecto lugar donde desconectar del mundo y la opción elegida por aquellos que querían desaparecer unos días durante su periplo africano. Ellos mismos se autodefinen en estos posters, y también en su página web, como “el lugar más remoto de Malaui” o “wherearewe?” (“¿Dónde estamos?”). “¡Qué exagerados!, pensé.

Atraídos por esta llamativa promoción del aislamiento, motivados por la pareja inglesa compañera de viaje cuya parte de su recorrido africano estaba destinado a un voluntariado en este lugar, y como paso intermedio a mi camino hacia el norte, decidimos analizar las opciones que existían para llegar a este lugar desde Nkhata Bay, que desde un primer momento parecieron escasas. La primera y última era un barco de pasajeros de línea regular que, dos veces por semana, sale de Nkhata Bay destino “algún lugar del norte, dependiendo de dónde vayan los últimos pasajeros” y que para en la aldea costera de Ruarwe. Alguna experiencia en transportes por África hemos acumulado para saber que hay que preguntar antes a algún occidental por las condiciones de un viaje así, y es por ello que mantuve este diálogo con un australiano dueño de un centro de buceo:

- ¿Cómo es el viaje en barco a Ruarwe? Nos han dicho que regular
- Es igual que una chapa (minibús) pero sobre el agua
- ¿Tienen chalecos salvavidas a bordo?
- ¿Acaso una chapa tiene cinturones de seguridad?
- ¿Han tenido algún accidente en los últimos años?
- Sólo uno, hace un año, pero no te preocupes: nadie de la tripulación sabe nadar así que van con cuidado y nunca se separan de la orilla del lago

La chapa sobre el agua
Con semejante información nos faltó tiempo para reservar nuestra plaza y, una mañana de domingo, a las nueve de la mañana, embarcar en lo que, efectivamente, se trataba de una chapa sin ruedas y sobre el agua, con todos los ingredientes indispensables que una chapa que se digne debe tener: su conductor (capitán en este caso) y su cobrador; sobresaturación de pasajeros y mercancías (el barquito llega a aldeas aisladas y remotas, cuya agua, refrescos, tabaco y parte de la comida es suministrada exclusivamente por este barco); infinitas paradas de carga y descarga; la ley no escrita de “siéntate donde puedas pero nunca sobre mi gallina viva” y música bien alta para que el personal no se apalanque. La travesía, que duró algo más de nueve horas para completar los sesenta kilómetros hasta nuestro destino, empezó con una lago relajado y plano, pero a medida que avanzaba la mañana nos empezó a acompañar primero la lluvia y el viento después. La lluvia, lateral, provocó que la mayoría de los pasajeros se colocara en un lateral del barco, lo que obviamente desequilibró nuestra nave y provocó que las olas, que venían de la misma dirección que la lluvia, golpearan la barca con tal fuerza que, al menos los occidentales que estábamos a bordo, seguramente por ignorancia, temiéramos por un posible volcado de nuestro querido medio de transporte. Nada de eso sucedió. Continuamos viaje, incluso cuando se hizo de noche y, sólo de vez en cuando para no gastar batería, un marinero encendía un farol de neón para ver si había alguna barca de pescadores en nuestro camino que pudiéramos llevarnos por delante. A la hora nunca prevista, porque nunca nadie fue capaz de decirnos cuántas horas tardaba nuestra travesía, llegamos al hostel donde habríamos de alojarnos durante los próximos días.

Dos días por semana, un barco se convierte en
la mayor atracción para estas aldeas
El Zulunkhuni Lodge es, de lejos, el lugar comercial más remoto y asilado en el que he dormido en África. Si bien es cierto que aquel lugar en la frontera entre Lesotho y Sudáfrica donde una familia me acogió en su casa de paja era quizá aún más remoto, aquello no se trataba de un hostel ni hotel ni nada que se le pareciera, mientras que este lugar recibe visitantes, clientes, huéspedes (si bien es cierto que no muchos) y cobra por ello. Su historia, como ellos mismos cuentan en su web, nace de un viaje que Charlie el inglés, su dueño, hizo por África hace más de diez años. Algo debió de ocurrir aquí en aquellas fechas para que decidiera quedarse y construir un par de casitas en la cascada del río Zulunkhuni, cerca de la aldea de Ruarwe, donde nada importante sucede, sucedió ni sucederá nunca. Ruarwe es una aldea de unos cien habitantes, la gran mayoría niños, en la orilla del lago Malaui, a la que sólo se puede acceder en barco. Ninguna carretera o camino suficientemente ancho para que un coche acceda llega hasta aquí, y la vía principal de Malawi norte-sur queda a unos veinticinco kilómetros que deben recorrerse a pie, en una caminata que se estima en dos días y medio y para la que es necesario cargar con toda la comida y agua necesaria. Después del barco que viene desde Nkhata Bay dos veces por semana, este trecking por la montaña es el segundo medio que los visitantes utilizan para llegar o salir desde aquí.

La playa vista desde el camino que
conduce al hostel
En Ruarwe no hay electricidad. Sólo el centro comunitario, creado y gestionado por una ONG inglesa que acepta voluntarios y cuya huella es bien visible en la aldea, cuenta con una toma de corriente no estable ni fiable cuya principal finalidad es cargar los teléfonos móviles de los lugareños. Este gesto, cobrado a cincuenta Kwacha (la moneda malauí, equivalente a unos veinticinco céntimos de euro), podría parecer ridículo en un lugar donde no hay cobertura de móvil, pero dos días más tarde descubrimos que sí hay un lugar donde darle un uso propio a nuestro teléfono: se trata del “mobile reception place”, un lugar en lo alto de una montaña cercana en cuya cumbre, a la que se accede tras cuarenta y cinco minutos de caminata, se obtiene una ínfima señal de red móvil suficiente para enviar y recibir mensajes pero, a duras penas, realizar una llamada. Eso sí, sólo de TMN, una de las compañías nacionales, y nunca de Vodacom, aquella que servidor portaba en su móvil. Sin teléfono, sin Internet, sin opción de comprar una tarjeta SIM para el móvil de diferente marca, sin manera de salir de aquel lugar de otra manera que no sea esperar el barco de linea con destino (de vuelta) a Nkhata Bay, uno se enfrenta, plácidamente, con absoluta tranquilidad, con el relax propio del que ha venido a África también a disfrutar de este tipo de experiencias, al más absoluto de los aislamientos. Tan grande que, para compensar, en otro lugar del planeta, esta calma se volverá histeria y nerviosismo, una preocupación tal que puede provocar, en casos extremos, que alguien decida llamar a la embajada de tu país preguntando si “han encontrado a algún Sergio por ahí”.

Machacar mandioca, una actividad cotidiana
Me resulta difícil volver a emplear el término paraíso de nuevo, pero Ruarwe lo merece. El lugar donde habité aquellos días está anclado en medio de una cascada natural que vierte su agua con elegancia sobre el lago, en medio de una bahía de aguas cristalinas que le permiten a uno imaginar que nada en la más limpia de las piscinas, rodeado de montañas de frondosos bosques y acompañado de caracoles de medio kilo de peso y ciempiés de treinta centímetros de longitud que nos permiten haber ocupado su hábitat. Un enorme peñón de unos quince metros de alto es el trampolín natural desde el que saltar a nuestra piscina privada de agua dulce. Al fondo, en el lugar opuesto a por donde se marcha el sol, unas montañas nos marcan el lugar donde el territorio de Tanzania comienza. Y un par de veces al día, por aquello de la estación húmeda en la que nos encontramos, una intensa tormenta renueva el agua del lago al mismo tiempo que agita sus aguas y conforma olas que rompen en la orilla de nuestro aislado lugar de residencia temporal.

Cae la noche. Una inglesa que cada mañana entra en nuestra habitación para practicar yoga recorre los pasillos empedrados del Zulunkhuni con un AtrapaSueños africanos y sin perder la sonrisa, pero sin hablar una palabra. Otro inglés, ante mi preocupación por no poder contactar con mi familia, me cuenta que a él le pasó una vez lo mismo en Japón, cuando fue detenido por un motivo que no se atreve a confesar y estuvo seis meses en prisión. Antes de servir la cena, que será la misma para todos y se tomará bajo la luz de unos candiles, una polilla empieza a revolotear alrededor de la llama, buscando un poco de luz. Poco a poco sus vuelos circulares se aproximan al centro del fuego y, por primera vez, roza con una de sus alas la llama y forma una pequeña nube de humo negro. Esto no la impide seguir sobrevolando el candil, ya no en círculos sino en pequeños saltos de un extremo a otro de la lámpara de aceite hasta que, me atrevería a decir que buscando su objetivo kamikaze, el fuego le prende un ala, su cuerpo se precipita sobre la llama y éste prende rápidamente Todos observamos en silencio la escena del suicidio de la mariposa, en silencio, hasta que yo pregunto cuántos animales son capaces de acabar con su propia vida. La pregunta queda en el aire, sin respuesta, pero sin prisa por encontrarla. Mañana no hay barco, no llegarán nuevos huéspedes, no hay nada que hacer. Podremos, por tanto, pensar en ello.

Nuestra vía de escape al norte
El aislamiento es perfecto cuando es voluntario. Pero todo tiene un límite. Un día, conscientes de que Ruarwe era capaz de sumirnos en un letargo peligroso, en una repetición cíclica de días exactamente iguales los unos a los otros, y sin resignarnos a esperar el siguiente barco para retroceder al lugar de origen, encontramos un pescador que, por un puñado de dólares, se presta a llevarnos cuarenta kilómetros al norte a bordo de su barca a motor. Allí, a cuatro horas de travesía, se encuentra el camino sin asfaltar más cercano que nos permitiría, dos taxis después, llegar a la carretera principal del país. La salvación. El salvoconducto. La vía de escape del penúltimo paraíso Una mañana de enero, con bruma sobre el mismo lago que surcamos, vimos alejarse la cascada, la piscina natural y el trampolín en el peñasco de aquel remoto lugar de Malaui donde perderse. Voluntariamente, claro.

2 comentarios:

  1. Por favor, qué ganas de perderse me han entrado leyendo esto...

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  2. La lista de paraísos que llevas desde que llegaste a África empieza a ser larga...Que envidia nos sigues dando,transmiten ganas de aventura en cada relato,barcos cargados hasta los topes que parecen volcar,barquitos de pescadores que te sacan de un lugar aislado...Lo dicho,mucho envidia...

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Gracias por comentar mi blog. Gente como tú hace que siga teniendo ganas de seguir escribiendo y me da fuerza para continuar con mi viaje.