La totalidad de los hostales que visité
en Malaui durante mis primeros diez días de viaje por este país
estaban literalmente forrados de unos enormes posters promocionales
del Zulunkhuni River Lodge, un lugar de descanso en la orilla oeste
del lago Malaui que presentaban como un paraíso natural, la
quintaesencia del aislamiento, el perfecto lugar donde desconectar
del mundo y la opción elegida por aquellos que querían desaparecer
unos días durante su periplo africano. Ellos mismos se autodefinen
en estos posters, y también en su página web, como “el lugar más
remoto de Malaui” o “wherearewe?” (“¿Dónde
estamos?”). “¡Qué exagerados!, pensé.
Atraídos por esta llamativa promoción
del aislamiento, motivados por la pareja inglesa compañera de viaje
cuya parte de su recorrido africano estaba destinado a un
voluntariado en este lugar, y como paso intermedio a mi camino hacia
el norte, decidimos analizar las opciones que existían para llegar a
este lugar desde Nkhata Bay, que desde un primer momento parecieron
escasas. La primera y última era un barco de pasajeros de línea
regular que, dos veces por semana, sale de Nkhata Bay destino “algún
lugar del norte, dependiendo de dónde vayan los últimos pasajeros”
y que para en la aldea costera de Ruarwe. Alguna experiencia en
transportes por África hemos acumulado para saber que hay que
preguntar antes a algún occidental por las condiciones de un viaje
así, y es por ello que mantuve este diálogo con un australiano
dueño de un centro de buceo:
- ¿Cómo es el viaje en barco a
Ruarwe? Nos han dicho que regular
- Es igual que una chapa
(minibús) pero sobre el agua
- ¿Tienen chalecos salvavidas a
bordo?
- ¿Acaso una chapa tiene
cinturones de seguridad?
- ¿Han tenido algún accidente en
los últimos años?
- Sólo uno, hace un año, pero no
te preocupes: nadie de la tripulación sabe nadar así que van con
cuidado y nunca se separan de la orilla del lago
La chapa sobre el agua |
Con semejante información nos faltó
tiempo para reservar nuestra plaza y, una mañana de domingo, a las
nueve de la mañana, embarcar en lo que, efectivamente, se trataba de
una chapa sin ruedas y sobre el agua, con todos los
ingredientes indispensables que una chapa que se digne debe
tener: su conductor (capitán en este caso) y su cobrador;
sobresaturación de pasajeros y mercancías (el barquito llega a
aldeas aisladas y remotas, cuya agua, refrescos, tabaco y parte de la
comida es suministrada exclusivamente por este barco); infinitas
paradas de carga y descarga; la ley no escrita de “siéntate donde
puedas pero nunca sobre mi gallina viva” y música bien alta para
que el personal no se apalanque. La travesía, que duró algo más de
nueve horas para completar los sesenta kilómetros hasta nuestro
destino, empezó con una lago relajado y plano, pero a medida que
avanzaba la mañana nos empezó a acompañar primero la lluvia y el
viento después. La lluvia, lateral, provocó que la mayoría de los
pasajeros se colocara en un lateral del barco, lo que obviamente
desequilibró nuestra nave y provocó que las olas, que venían de la
misma dirección que la lluvia, golpearan la barca con tal fuerza
que, al menos los occidentales que estábamos a bordo, seguramente
por ignorancia, temiéramos por un posible volcado de nuestro querido
medio de transporte. Nada de eso sucedió. Continuamos viaje, incluso
cuando se hizo de noche y, sólo de vez en cuando para no gastar
batería, un marinero encendía un farol de neón para ver si había
alguna barca de pescadores en nuestro camino que pudiéramos
llevarnos por delante. A la hora nunca prevista, porque nunca nadie
fue capaz de decirnos cuántas horas tardaba nuestra travesía,
llegamos al hostel donde habríamos de alojarnos durante los próximos
días.
Dos días por semana, un barco se convierte en la mayor atracción para estas aldeas |
El Zulunkhuni Lodge es, de lejos, el
lugar comercial más remoto y asilado en el que he dormido en África.
Si bien es cierto que aquel lugar en la frontera entre Lesotho y
Sudáfrica donde una familia me acogió en su casa de paja era quizá
aún más remoto, aquello no se trataba de un hostel ni hotel ni nada
que se le pareciera, mientras que este lugar recibe visitantes,
clientes, huéspedes (si bien es cierto que no muchos) y cobra por
ello. Su historia, como ellos mismos cuentan en su web, nace de un
viaje que Charlie el inglés, su dueño, hizo por África hace más
de diez años. Algo debió de ocurrir aquí en aquellas fechas para
que decidiera quedarse y construir un par de casitas en la cascada
del río Zulunkhuni, cerca de la aldea de Ruarwe, donde nada
importante sucede, sucedió ni sucederá nunca. Ruarwe es una aldea
de unos cien habitantes, la gran mayoría niños, en la orilla del
lago Malaui, a la que sólo se puede acceder en barco. Ninguna
carretera o camino suficientemente ancho para que un coche acceda
llega hasta aquí, y la vía principal de Malawi norte-sur queda a
unos veinticinco kilómetros que deben recorrerse a pie, en una
caminata que se estima en dos días y medio y para la que es
necesario cargar con toda la comida y agua necesaria. Después del
barco que viene desde Nkhata Bay dos veces por semana, este trecking
por la montaña es el segundo medio que los visitantes utilizan para
llegar o salir desde aquí.
La playa vista desde el camino que conduce al hostel |
En Ruarwe no hay electricidad. Sólo el
centro comunitario, creado y gestionado por una ONG inglesa que
acepta voluntarios y cuya huella es bien visible en la aldea, cuenta
con una toma de corriente no estable ni fiable cuya principal
finalidad es cargar los teléfonos móviles de los lugareños. Este
gesto, cobrado a cincuenta Kwacha (la moneda malauí,
equivalente a unos veinticinco céntimos de euro), podría parecer
ridículo en un lugar donde no hay cobertura de móvil, pero dos días
más tarde descubrimos que sí hay un lugar donde darle un uso propio
a nuestro teléfono: se trata del “mobile reception place”,
un lugar en lo alto de una montaña cercana en cuya cumbre, a la que
se accede tras cuarenta y cinco minutos de caminata, se obtiene una
ínfima señal de red móvil suficiente para enviar y recibir
mensajes pero, a duras penas, realizar una llamada. Eso sí, sólo de
TMN, una de las compañías nacionales, y nunca de Vodacom, aquella
que servidor portaba en su móvil. Sin teléfono, sin Internet, sin
opción de comprar una tarjeta SIM para el móvil de diferente marca,
sin manera de salir de aquel lugar de otra manera que no sea esperar
el barco de linea con destino (de vuelta) a Nkhata Bay, uno se
enfrenta, plácidamente, con absoluta tranquilidad, con el relax
propio del que ha venido a África también a disfrutar de este tipo
de experiencias, al más absoluto de los aislamientos. Tan grande
que, para compensar, en otro lugar del planeta, esta calma se volverá
histeria y nerviosismo, una preocupación tal que puede provocar, en
casos extremos, que alguien decida llamar a la embajada de tu país
preguntando si “han encontrado a algún Sergio por ahí”.
Machacar mandioca, una actividad cotidiana |
Me resulta difícil volver a emplear el
término paraíso de nuevo, pero Ruarwe lo merece. El lugar donde
habité aquellos días está anclado en medio de una cascada natural
que vierte su agua con elegancia sobre el lago, en medio de una bahía
de aguas cristalinas que le permiten a uno imaginar que nada en la
más limpia de las piscinas, rodeado de montañas de frondosos
bosques y acompañado de caracoles de medio kilo de peso y ciempiés
de treinta centímetros de longitud que nos permiten haber ocupado su
hábitat. Un enorme peñón de unos quince metros de alto es el
trampolín natural desde el que saltar a nuestra piscina privada de
agua dulce. Al fondo, en el lugar opuesto a por donde se marcha el
sol, unas montañas nos marcan el lugar donde el territorio de
Tanzania comienza. Y un par de veces al día, por aquello de la
estación húmeda en la que nos encontramos, una intensa tormenta
renueva el agua del lago al mismo tiempo que agita sus aguas y
conforma olas que rompen en la orilla de nuestro aislado lugar de
residencia temporal.
Nuestra vía de escape al norte |
El aislamiento es perfecto cuando es
voluntario. Pero todo tiene un límite. Un día, conscientes de que
Ruarwe era capaz de sumirnos en un letargo peligroso, en una
repetición cíclica de días exactamente iguales los unos a los
otros, y sin resignarnos a esperar el siguiente barco para retroceder
al lugar de origen, encontramos un pescador que, por un puñado de
dólares, se presta a llevarnos cuarenta kilómetros al norte a bordo
de su barca a motor. Allí, a cuatro horas de travesía, se encuentra
el camino sin asfaltar más cercano que nos permitiría, dos taxis
después, llegar a la carretera principal del país. La salvación.
El salvoconducto. La vía de escape del penúltimo paraíso Una
mañana de enero, con bruma sobre el mismo lago que surcamos, vimos
alejarse la cascada, la piscina natural y el trampolín en el peñasco
de aquel remoto lugar de Malaui donde perderse. Voluntariamente,
claro.
Por favor, qué ganas de perderse me han entrado leyendo esto...
ResponderEliminarLa lista de paraísos que llevas desde que llegaste a África empieza a ser larga...Que envidia nos sigues dando,transmiten ganas de aventura en cada relato,barcos cargados hasta los topes que parecen volcar,barquitos de pescadores que te sacan de un lugar aislado...Lo dicho,mucho envidia...
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