Claudia apura la quinta caipirinha en
el momento en que la puesta del sol sobre la bahía de Nacala, vista
desde la playa de Fernâo Veloso, alcanza su momento más hermoso.
“No hay mucho más que hacer aquí, además de trabajar, así que
aprovechamos los fines de semana para desconectar en este hotel y
disfrutar lo que podamos”, me cuenta desde el Libélula, uno
de los pocos lodges de la ciudad, gestionado por ingleses, con playa
privada y reserva propia en la costa, lo que significa que nadie
puede atracar sus barcos en la zona y ningún pescador soltar sus
redes en estas aguas. Claudia es una más de los miles de extranjeros
que han llegado en los últimos meses a Mozambique, expatriados bien
pagados llegados de Estados Unidos, Brasil, Italia, Sudáfrica o
China de la mano de multinacionales de sus respectivos países que
tienen muy claro lo que se va a obtener de Mozambique: gas, petroleo,
madera, carbón, dinero.
Hace poco se descubrió la tercera
bolsa de gas más grande del mundo frente a las costas de Pemba,
capital de la provincia de Cabo Delgado, en el norte de Mozambique.
Junto a toda bolsa de gas siempre se encuentra su correspondiente
yacimiento de petroleo, aunque en este caso aún está pendiente
encontrar y explotar dicho yacimiento. Un jugoso pastel que el
gobierno de Mozambique es incapaz de gestionar y no ha dudado en
vender por una cantidad de dinero desconocida a grandes y conocidas
empresas extranjeras. Eni, la petrolera italiana, ha desembarcado en
Pemba con toda su fuerza. En el aeropuerto de esta ciudad uno de los
dos únicos mostradores de facturación es exclusivo para personal de
Eni y desde hace meses los mejores hoteles y lodges de la zona están
ya completamente reservados para sus directivos y trabajadores. Un
sudafricano dueño del único camping de Pemba me confiesa que hace
meses que no vive del camping (lo confirmo al constatar que soy el
único cliente que duerme allí) sino de las cenas. “Se me ocurrió
ofrecer un buffet occidental de calidad y cada noche cientos de
personas vienen a cenar aquí”, me cuenta mientras me hace una
visita guiada por la costa de la ciudad, donde cientos de chabolas se
amontonan frente a la playa. “Todo esto será destruido dentro de
tres meses. Cuarenta y cinco mil extranjeros desembarcarán en Pemba
antes de marzo y esa gente necesita casas donde vivir”. ¿Y qué
harán con la gente que vive aquí?, pregunto. No hay respuesta. Por
un momento parece que a este boer nunca se le había pasado esta
interrogante por la cabeza.
Durante navidades perdí la cuenta del
número de sudafricanos que me crucé, bañándose en la piscina de
algún buen hotel, cenando en algún decente restaurante de playa o
tomando un café antes de embarcar en el avión destino
Johannesburgo. Cuando una docena de ellos me hubo dado “Tete”
como respuesta a mi pregunta de dónde vivían, dejé de preguntar a
los compatriotas de Mandela por su lugar de residencia. Tete es la
ciudad grande más cercana a las más importantes minas de carbón de
Mozambique. También, muy cerca, varias reservas forestales proveen
la mejor madera de la zona. Los bosques tropicales, donde la vida
nace, crece y muere a una velocidad a la que un europeo no está
acostumbrado, ofrecen más y mejor madera que en ningún otro lugar
de la región y, por supuesto, esa madera no servirá para construir
casas en Mozambique. Desde hace años, ingenieros sudafricanos y
chinos trabajan en la construcción de un tren de mercancías que
avanzará desde Tete, esa soporífera e insulsa ciudad del interior
del país, hasta Nacala, donde dentro de poco grandes barcos
mercantes llevarán árboles muertos y carbón, mucho carbón, a
cualquier otra parte del planeta. Apuesto una cena a que el agua de
las duchas de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro 2016 se
calientan con carbón mozambiqueño.
¿Y por qué Nacala? Esta ciudad
horrenda, sucia e insegura, cuyos dos únicos atractivos son su
proximidad a Ilha de Moçambique y la playa de Fernando Veloso, tiene
en su costa unas aguas lo suficientemente profundas como para que
cualquier transatlántico, no importa el tamaño, pueda atracar en su
puerto dispuesto a llenar sus bodegas de madera, gas o petroleo.
Frente al puerto, aún en estudio arquitectónico, se erigirá su
flamante nuevo aeropuerto, de construcción ya muy avanzada, y cuyas
estructuras aún desnudas se vislumbran desde la misma carretera en
la que un mototaxista me quiso dejar abandonado temoroso de los
bandidos. Nacala y sus aguas profundas parecen haberle ganado a Pemba
la batalla por la construcción del puerto del expolio, aunque no
falta quien asegura que la cantidad de gas y petroleo que van a
bombear es de tal magnitud que dará para construir dos puertos, uno
en Pemba y otro en Nacala. Así se multiplicará por dos la capacidad
de saquear Mozambique, esquilmar sus reservas naturales, agujerear
sus bosques, explotar sus bolsas de gas y por supuesto destrozar la
más maravillosa costa que haya visto el Índico con sus bonitas y
modernas infraestructuras.
Mahiri, uno de los pocos mozambiqueños
que encontré capaces de mantener una conversación sobre política
con criterio y conocimiento, me cuenta que los contratos firmados por
el gobierno de su país con las grandes multinacionales responsables
del expolio son secretos “por cuestiones de seguridad nacional”.
Nadie, excepto el propio gobierno, sabe la cantidad que este país
recibe y recibirá en las próximas décadas por vender sus recursos.
Este joven poeta, responsable de al menos tres blogs sobre
literatura, periodismo y política, no se resigna al gobierno que
sufre, a pesar de los colegas que ha visto pasar al otro lado. ¿Hay
censura?, pregunto. “Es mucho más directo: vienen a ti, joven
aspirante a revolucionario, te ofrecen un trabajo en la
administración para toda la vida a cambio de renunciar a pensar y
logran que nada cambie”, me cuenta con cierta tristeza aunque con
orgullo de seguir siendo pobre pero libre.
La mañana de mi último día en
Mozambique un coche tuneado que me recuerda a aquel de Starsky&Hutch
nos acerca a una remota frontera con Malawi. En el camino a través
de una carretera embarrada y en obras permanentes dejamos atrás una
tras otra cientos de aldeas diminutas, compuestas por dos o tres
casas de paja y barro, pobladas por niños semidesnudos que ven pasar
los camiones sin haber perdido aún la mirada de sorpresa. Yo le
pregunto a los dos ingleses que me acompañan si son capaces de
imaginar una vida como esta para ellos mismos. Para esta gente no se
trata de vivir, Sergio, -me dice Marc- es sólo una cuestión de
sobrevivir. Mi último pensamiento en Mozambique, dos meses después
de haber cruzado la frontera de Ponta D'ouro en el remoto sur, se
dirige a esta gente para la que el carbón seguirá significando toda
la vida aquello que calienta el agua para el té, y no el pingüe
negocio de unos pocos compatriotas suyos.
Una vez mas acercandonos la realidad africana,a todos los que probablemente nunca lleguemos a conocerla.Seguimos viajando contigo.
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