
Un puente de unos tres kilómetros de
largo construidos por los portugueses en tiempo de la colonización,
tan estrecho que sólo un vehículo puede circular por él al mismo
tiempo, separa Ilha (isla) de Moçambique del resto del Mozambique
continental. A lo largo de dicha estructura numerosos recodos, a los
que, como al camino y a los atardeceres rojos, se acostumbra el
conductor, permiten a los coches, chapas, camiones, ciclistas y
motoristas hacerse a un lado y permitir el paso de quien se tenga
enfrente. Dichosos los que avanzan en dirección a la isla a través
de este puente que algunos consideramos debería ser totalmente
destruido: eso la preservaría aún más de influencias externas y
nos permitiría mantener el idilio. Uno se enamora de su aislamiento.

Ilha es el destino más apasionante de
todo Mozambique, y quizá por eso tardé dos meses en encontrarlo. Un
apasionante territorio de unos tres kilómetros y medio de largo y
unos quinientos metros de ancho, declarado por la Unesco Patrimonio
Mundial, y que encierra gran parte de la Historia de Mozambique (fue
su capital durante tres siglos) pero también de la Historia del
Índico, del comercio de esclavos, de las incursiones árabes,
persas, turcas, indias, indonesias y chinas y de la colonización de
África, que aquí tuvo a nuestros vecinos portugueses como
protagonistas. El resultado es un encantador y decadente lugar del
que uno no quiere marcharse nunca, donde cada rincón es más
sorprendente que el anterior, donde uno no alcanza a entender (ni
quiere) cómo llha sigue conservándose en tal estado de regresión
permanente al pasado, de reminiscencias cubanas pero también
lisboetas, de aparente destrucción masiva en la que la vida fluye.
Uno se enamora de un lugar en el que parece que una amenaza nuclear
acaba de expulsar a todos los habitantes de los edificios de
ladrillo, pero en el que, sin embargo, cientos de niños salen a tu
paso en cada rincón pidiendo una foto, queriendo acariciar tu piel
blanca o tu cabello occidental, mientras uno se pregunta dónde
estarán sus padres, si es que tienen.

La gran mayoría de los turistas,
quizás atraídos por aquellos que presentan Ilha como el nuevo
Zanzibar, se alojarán en la "ciudad de piedra", la mitad norte de
la ínsula, en la que la gran mayoría de los edificios históricos
se aparecen, siempre decadentes, al viajero. Desde el solitario y
antiquísimo Fuerte de Sâo Sebastiâo, donde la alerta nuclear
parece haber ido en serio, hasta el Palacio de Sâo Paulo, quizá el
único edificio restaurado de toda la isla y antigua residencia del
Gobernador portugués, aunque hoy sea sólo un museo redecorado con
poco gusto y el lugar donde la mayoría de los turistas verán su
cuerpo transpirar a niveles nunca antes conocidos. Justo enfrente de
este, haciendo las veces de embarcadero del que nunca vi salir un
barco, el
pontâo o muelle se presenta como el lugar perfecto
donde, directamente, tirarse al agua y sacudirse el sudor. Si la
visita llega por la tarde, uno se enamora contemplando el reflejo del
verdadero atardecer en las nubes que cada día se sitúan sobre el
puente, o admirándose de la agresividad de una tormenta eléctrica
en la lejanía, tormenta que nunca habría de llegar a Ilha, al menos
en los días que paseé por ella.
En el extremo sureste de este increíble
lugar, ocupando la mitad de la superficie de la isla, se amontonan
las chabolas de la mayoría de sus habitantes y aquí uno descubre
dónde estaban los padres de los niños que correteaban en la zona
turística. Estamos en la ciudad de Macuti, un enjambre de callejones
oscuros y sucios, superpoblado de gallinas, patos, pescadores que
regresan a casa con sus capturas del día y niños, miles de niños
asombrados de que los turistas decidan recorrer la parte pobre de
Ilha. Los cementerios asiático, africano y cristiano se suceden uno
tras otro en el delicioso paseo que transcurre bordeando esta punta
sur de la isla, y más allá del crematorio hindú uno se topa, de
repente, con una nueva visión del puente, desde el otro extremo y
entonces se enamora de los tonos dorados de la puesta del sol sobre
el Índico mientras docenas de niños se dan el último chapuzón del
día antes de acudir a sus destartalados hogares semidestruídos y
que uno no puede calificar como decadente porque para ello habrían
de haber vivido, en otro momento, un tiempo mejor.



Casi en un punto intermedio de la isla,
marcando el límite no escrito entre el barrio de Macuti y la ciudad
de piedra, se encuentra el Hospital de Ilha, el edificio más grande
de toda la ciudad. Una mirada a su imponente y, por supuesto,
decadente fachada, no nos hace presuponer lo que habría de
encontrarse en su interior: un paseo a plena luz del día por las
tinieblas de la enfermedad, un encuentro cara a cara con aquellos que
están más fuera que dentro de este mundo y cuyos cuidados, diría
que en gran mayoría paliativos, se llevan a cabo por un par de
enfermeros incapaces de asumir dicho volumen de trabajo. Algunas
mujeres agonizan detrás de agujereadas telas mosquiteras en
pabellones resquebrajados mientras sus hijos juegan con algún
neumático usado en el patio central del hospital, esperando que sus
madres o abuelas se recuperen de una malaria para la que quizá se
haya acabado el tratamiento o de otra enfermedad no diagnosticada
porque el médico, si es que hay alguno en el interior de esta mole
construida a finales del siglo XIX, sencillamente carece de los
recursos para ello. Uno no puede enamorarse de nada en el interior de
este lugar moribundo, tétrico y sin embargo lleno de calma, aunque
sí agradece una y mil veces gozar de la salud suficiente como para
no tener que visitar este lugar más que como turista ocasional.

Cada minuto de paseo por Ilha es una
sorpresa permanente, pero en ocasiones suceden acontecimientos
realmente inesperados. Como que el
número dos del Gobierno Federal de Suiza, desde ya el amigo Thomas, comparta mesa y mantel con este
viajero los días de Nochebuena y Navidad, y su modestia y humildad
le permitan, todavía, viajar en un anonimato difícil de imaginar en
otros lares. Thomas apareció un día en Nampula, buscando un
compañero para abaratar el viaje en taxi, y terminó intercambiando
conmigo su lujosa tienda de campaña y su asombrosa red mosquitera a
cambio de unos cuantos vuelos para recorrer Tanzania y un par de
buenos consejos antes de embarcar a la isla de Ibo. O más sorpresas,
como que Harry Potter, que así se autodenomina el joven dueño de un
barco de pesca (también apodado como el conocido mago) reconvertido
a uso turístico, nos llevara a comer a la humilde vivienda de uno de
sus marineros después de habernos presentado las playas caribeñas
de Cabaceira Pequena, enfrente de Ilha de Moçambique. Otros hechos,
no menos inesperados y mucho más sorprendentes, tardarían en llegar
algunos días tras la visita a Ilha, y sobre sus consecuencias uno es
incapaz aún de escribir más de tres palabras seguidas.
Una mañana, enfurruñado como un niño
y a regañadientes, bajo un sol empeñado en iluminar al máximo la
pintura amarilla descascarillada de los decadentes edificios de la
isla, se vuelvió a cruzar el estrecho puente colonial en dirección
al continente y entonces uno recapacita sobre la idea de destruirlo
por completo: mejor que cuando eso suceda estemos en el lado noreste,
en el interior de la isla, recorriendo sus polvorientas calles de
influencia alfacinha y enamorándonos de todo aquello que la isla, y
lo que pasa dentro de ella, nos ofrece.
Con un relato así casi nos obligas a enamorarnos de esa isla en la distancia,sin conocerla siquiera.
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