Una
mañana de diciembre, un viajero hizo la última foto al baobab más famoso de Vilanculos antes de tomar una chapa que, veinte kilómetros
más tarde, le dejaría en el cruce de la N1, la carretera Norte-Sur
más importante de Mozambique. Allí, en compañía de dos suizos que
también buscaban el norte, bajo un sol de justicia, permaneció más
de cinco horas antes de que un autobús cuyo lema corporativo era
“orgullosos de ser mozambiqueños” le transportara, por última
vez con comodidad, a la ciudad de Beira.
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Mayoría musulmana en el norte de Mozambique |
Atraído
por el hecho de que Beira, la segunda ciudad en tamaño e importancia
de Mozambique, era también la única gran urbe del país no
gobernada por el Frelimo (el partido que inició la guerra contra los
colonos portugueses, logró la independencia de Mozambique y, treinta
años después, mantiene el poder casi absoluto del país), el
viajero decidió hacer noche allí, a pesar de que ninguna de las
pensiones que visitó antes de optar por dormir en una de ellas se
parecía en nada a un lugar plácido en el que descansar. Consciente
del escaso interés turístico de la ciudad optó por dormir, la
noche siguiente, en la estación de autobuses, rodeado de cientos de
personas más y un árbol de navidad, antes de, a las cuatro de la
madrugada, subir a un autobús mucho menos cómodo que el anterior
que tenía destino Quelimane. A mitad de camino, ya de día, habría
de atravesar el puente de reciente construcción sobre el río
Zambeze, que da nombre a la extensa provincia mozambiqueña de
Zambezia, y entonces el viajero recordó que, dos meses atrás (¡dos
meses!) había sorteado a bordo de una pequeña embarcación los rápidos del mismo río; había contemplado su ingente caudal desde
las alturas antes de saltar sobre el mismo y, al borde del precipicio
de sus más famosas cataratas, había escuchado las palabras del guía
que aconsejaba no alejarse de la poza donde se bañaba si no quería
“llegar al Índico a través de Mozambique sin necesidad de
visado”.
Bici taxi en Quelimane |
Nuestro
mochilero sabía de la crueldad con la que la guerra se ensañó con
la ciudad de Quelimane, pero desconocía que era además una de las
ciudades más pobres del país. Después de comprobar que su antigua
catedral era el refugio actual de numerosas personas sin hogar, que
los cinco restaurantes que su guía le recomendaba estaban ya
cerrados o habían sido reconvertidos en comedores para la comunidad
china y que la masiva presencia de bicicletas-taxi se debía, sobre
todo, a la falta de recursos de sus ciudadanos y la escasez de
gasolina, optó por abandonar la ciudad a la madrugada siguiente.
Así, a las tres de la madrugada, vagó durante un rato por sus calles atestadas de
ratas buscando un taxi, hasta que una bicicleta apareció para
acercarle a la estación. Cargado con su macuto a la espalda, dejando
que el bici-taxista colgara de su pecho una pequeña mochila, y tras
el trámite de hinchar unas ruedas cuya presión no soportaban
semejante peso y recorrer dos kilómetros, el viajero logró subir a
su autobús cinco minutos antes de la partida, sorprendentemente
puntual en esta ocasión.
Un uso, un precio |
Diez
horas después, tras atravesar docenas de ríos, varios cruces de
carreteras donde los vendedores se agolpaban para intercambiar
meticales por mangos maduros, avistar algunas de las primeras
formaciones montañosas de Mozambique y penetrar en la provincia de
Nampula, ese mochilero llegó a la ciudad del mismo nombre. Allí,
avisado del peligro que corría un blanco con un macuto a la espalda,
decidió no alejarse de la terminal de autobuses, donde conoció, por
primera vez en su vida, un aseo público que cobraba en función del
uso que se hiciera del mismo: ducha, un precio; usos mayores, otro
coste; usos menores, el menor de los valores. Tras abonar la tarifa
correspondiente, optó por subirse a otra chapa para alejarse de la
soporífera ciudad y confió su destino a un cobrador con síndrome
de acondroplasia que le prometió acercarle no a Nacala (destino oficial del
minibús al que se subió), sino a la playa de Fernâo Velosso, en la
que nuestro protagonista quería desembarcar finalmente. Tras
doscientos kilómetros, el pequeño cobrador le invitó a bajarse del
minibús y le subió a una motocicleta-taxi que le iba a acercar
hasta la playa. De nuevo con su macuto a la espalda y encomendando al
piloto la carga de la otra mochila, ambos enfilaron los pocos
kilómetros que separan Nacala del lugar donde iba a dormir este
viajero. Sin embargo, a mitad de camino, y cuando la noche hubo caído
sobre la carretera, el motorista se paró. Gimoteando, a punto de
romper a llorar, le dijo a nuestro viajero “Patrâo (jefe), tengo
miedo. Carretera llena de bandidos. Noche. Tengo miedo”. Y las
palabras de Kapuscinky en “Ébano” vinieron de inmediato a su
cabeza:
“En
África, los conductores evitan viajar de noche: la oscuridad los
inquieta. Le tienen tanto miedo que a menudo se niegan a conducir
después de la puesta del sol. He tenido muchas ocasiones de
observarlos cuando, a pesar de todo, se veían obligados a viajar de
noche. En lugar de dirigir la vista hacia adelante, empiezan a lanzar
miradas nerviosas a los lados. Sus rostros adquieren rasgos tensos y
acusados. En sus sienes aparecen gotas de sudor. A pesar de que los
caminos están llenos de baches, hoyos, socavones y rehundimientos,
en lugar de reducir la marcha, aceleran y corren a todo meter con tal
de llegar a un lugar donde haya gente, donde se oiga bullicio y
brille la luz. Al conducir de noche, sin razón alguna, son presas
del pánico; haciendo un sinfín de movimientos inquietos, se encogen
tras el volante, como si alguien hubiese abierto fuego cruzado sobre
el coche”.
Con
el empleo de bonitas palabras tranquilizadoras primero, un poco más
intensas más tarde y aumentando la cantidad que se iba a abonar por
el servicio finalmente, consiguió que el conductor de la motocicleta
venciera su miedo y le acercara al hostel de destino. Cualquier otra
alternativa, de noche, cargado con su equipaje, en un lugar
desconocido y en medio de una carretera “llena de bandidos”,
hubiera sido muy poco agradable y nada recomendable.
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Takumi y sus amigos |
En
Nacala, una espantosa ciudad cuya industrialización crece por
minutos, el mochilero conoció a dos cooperantes portuguesas que le
invitaron a una fiesta navideña en la que niños procedentes de
orfanatos de la región y escuelas problemáticas representaban
números musicales, danzas o pequeños conciertos. Todo quedó en
segundo plano cuando un grupo de voluntarios japoneses hizo aparición
ataviados con quimonos y, al ritmo de una estridente música que el
viajero recordó haber escuchado en algún centro recreativo lleno de
ludópatas de Tokyo, representaron un número musical que dejó
boquiabierto a la comunidad mayoritariamente musulmana de la ciudad
de Nacala, asistente al evento. Unas horas después, unos colombianos
que buscaban su particular Dorado en Mozambique le invitaron a
ver un partido de fútbol a su hogar. La vivienda, protegida por un
vigilante con el brazo roto tras un accidente de bicicleta y que
mostraba orgulloso su arco con flechas que, debido a su lesión, era
incapaz de empuñar, fue testigo de una confraternización latina con
el fútbol como nexo de unión, y allí pasó nuestro viajero
momentos de feliz surrealismo con aquellos dos higueputas
antes de, a las tres y media de la madrugada, subirse a bordo de un
nuevo vehículo.
Lo último en seguridad privada |
Un
autobús, sorprendentemente parecido a los que la Empresa Municipal
de Transportes de Madrid retiró de la circulación hace más de una
década, y cuya velocidad máxima era de 40km/h, recorrió el
trayecto entre Nacala y Pemba, de unos 350 kilómetros, en poco más
de catorce horas y media. A bordo del mismo, madres de cuatro hijos
embarazadas del quinto se sentaban pacientemente en el suelo a la
espera de llegar a su destino mientras el vehículo, en algunas
subidas pronunciadas, debía parar el motor, volver a arrancar y, en
primera, alcanzar el punto en el que la pendiente hacia abajo le
permitía aumentar su velocidad. En Pemba, capital de la provincia de
Cabo Delgado, ciudad que domina una de las bahías más grandes del
planeta y en donde un arrecife de coral a escasos metros de la costa
permite un buceo tan fácil como espectacular, el viajero decidió
descansar un par de días en búsqueda de algo más de información
sobre cómo el descubrimiento de una de las mayores bolsas de gas del
mundo habría de afectar a la ciudad en los próximos meses.
Dos
madrugadas después, un pareja de españoles iban a llevar en coche
al viajero durante doscientos kilómetros hasta Tandanhangue, punta
más oriental de la zona norte del país, donde un catamarán de
fabricación casera, compuesto por dos pequeñas canoas atadas en los
extremos de un pequeño barco de vela, le transportó hasta la isla
de Ibo, en el corazón del Archipiélago de las Quirimbas. En aquel
lugar, prácticamente carente de vehículos a motor, donde la
electricidad era casi tan novedosa como la presencia del mochilero,
dos mil kilómetros y una semana después, el viajero descansó.
Parece que el viajero está sabiendo aprovechar todo aquello que contiene la palabra VIAJAR.Me alegro de ver como,además,lo disfruta.
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