sábado, 22 de diciembre de 2012

Una manera de encontrar el norte


Una mañana de diciembre, un viajero hizo la última foto al baobab más famoso de Vilanculos antes de tomar una chapa que, veinte kilómetros más tarde, le dejaría en el cruce de la N1, la carretera Norte-Sur más importante de Mozambique. Allí, en compañía de dos suizos que también buscaban el norte, bajo un sol de justicia, permaneció más de cinco horas antes de que un autobús cuyo lema corporativo era “orgullosos de ser mozambiqueños” le transportara, por última vez con comodidad, a la ciudad de Beira.

Mayoría musulmana en el norte de Mozambique
Atraído por el hecho de que Beira, la segunda ciudad en tamaño e importancia de Mozambique, era también la única gran urbe del país no gobernada por el Frelimo (el partido que inició la guerra contra los colonos portugueses, logró la independencia de Mozambique y, treinta años después, mantiene el poder casi absoluto del país), el viajero decidió hacer noche allí, a pesar de que ninguna de las pensiones que visitó antes de optar por dormir en una de ellas se parecía en nada a un lugar plácido en el que descansar. Consciente del escaso interés turístico de la ciudad optó por dormir, la noche siguiente, en la estación de autobuses, rodeado de cientos de personas más y un árbol de navidad, antes de, a las cuatro de la madrugada, subir a un autobús mucho menos cómodo que el anterior que tenía destino Quelimane. A mitad de camino, ya de día, habría de atravesar el puente de reciente construcción sobre el río Zambeze, que da nombre a la extensa provincia mozambiqueña de Zambezia, y entonces el viajero recordó que, dos meses atrás (¡dos meses!) había sorteado a bordo de una pequeña embarcación los rápidos del mismo río; había contemplado su ingente caudal desde las alturas antes de saltar sobre el mismo y, al borde del precipicio de sus más famosas cataratas, había escuchado las palabras del guía que aconsejaba no alejarse de la poza donde se bañaba si no quería “llegar al Índico a través de Mozambique sin necesidad de visado”.

Bici taxi en Quelimane
Nuestro mochilero sabía de la crueldad con la que la guerra se ensañó con la ciudad de Quelimane, pero desconocía que era además una de las ciudades más pobres del país. Después de comprobar que su antigua catedral era el refugio actual de numerosas personas sin hogar, que los cinco restaurantes que su guía le recomendaba estaban ya cerrados o habían sido reconvertidos en comedores para la comunidad china y que la masiva presencia de bicicletas-taxi se debía, sobre todo, a la falta de recursos de sus ciudadanos y la escasez de gasolina, optó por abandonar la ciudad a la madrugada siguiente. Así, a las tres de la madrugada, vagó durante un rato por sus calles atestadas de ratas buscando un taxi, hasta que una bicicleta apareció para acercarle a la estación. Cargado con su macuto a la espalda, dejando que el bici-taxista colgara de su pecho una pequeña mochila, y tras el trámite de hinchar unas ruedas cuya presión no soportaban semejante peso y recorrer dos kilómetros, el viajero logró subir a su autobús cinco minutos antes de la partida, sorprendentemente puntual en esta ocasión.

Un uso, un precio
Diez horas después, tras atravesar docenas de ríos, varios cruces de carreteras donde los vendedores se agolpaban para intercambiar meticales por mangos maduros, avistar algunas de las primeras formaciones montañosas de Mozambique y penetrar en la provincia de Nampula, ese mochilero llegó a la ciudad del mismo nombre. Allí, avisado del peligro que corría un blanco con un macuto a la espalda, decidió no alejarse de la terminal de autobuses, donde conoció, por primera vez en su vida, un aseo público que cobraba en función del uso que se hiciera del mismo: ducha, un precio; usos mayores, otro coste; usos menores, el menor de los valores. Tras abonar la tarifa correspondiente, optó por subirse a otra chapa para alejarse de la soporífera ciudad y confió su destino a un cobrador con síndrome de acondroplasia que le prometió acercarle no a Nacala (destino oficial del minibús al que se subió), sino a la playa de Fernâo Velosso, en la que nuestro protagonista quería desembarcar finalmente. Tras doscientos kilómetros, el pequeño cobrador le invitó a bajarse del minibús y le subió a una motocicleta-taxi que le iba a acercar hasta la playa. De nuevo con su macuto a la espalda y encomendando al piloto la carga de la otra mochila, ambos enfilaron los pocos kilómetros que separan Nacala del lugar donde iba a dormir este viajero. Sin embargo, a mitad de camino, y cuando la noche hubo caído sobre la carretera, el motorista se paró. Gimoteando, a punto de romper a llorar, le dijo a nuestro viajero “Patrâo (jefe), tengo miedo. Carretera llena de bandidos. Noche. Tengo miedo”. Y las palabras de Kapuscinky en “Ébano” vinieron de inmediato a su cabeza:

En África, los conductores evitan viajar de noche: la oscuridad los inquieta. Le tienen tanto miedo que a menudo se niegan a conducir después de la puesta del sol. He tenido muchas ocasiones de observarlos cuando, a pesar de todo, se veían obligados a viajar de noche. En lugar de dirigir la vista hacia adelante, empiezan a lanzar miradas nerviosas a los lados. Sus rostros adquieren rasgos tensos y acusados. En sus sienes aparecen gotas de sudor. A pesar de que los caminos están llenos de baches, hoyos, socavones y rehundimientos, en lugar de reducir la marcha, aceleran y corren a todo meter con tal de llegar a un lugar donde haya gente, donde se oiga bullicio y brille la luz. Al conducir de noche, sin razón alguna, son presas del pánico; haciendo un sinfín de movimientos inquietos, se encogen tras el volante, como si alguien hubiese abierto fuego cruzado sobre el coche”.

Con el empleo de bonitas palabras tranquilizadoras primero, un poco más intensas más tarde y aumentando la cantidad que se iba a abonar por el servicio finalmente, consiguió que el conductor de la motocicleta venciera su miedo y le acercara al hostel de destino. Cualquier otra alternativa, de noche, cargado con su equipaje, en un lugar desconocido y en medio de una carretera “llena de bandidos”, hubiera sido muy poco agradable y nada recomendable.

Takumi y sus amigos
En Nacala, una espantosa ciudad cuya industrialización crece por minutos, el mochilero conoció a dos cooperantes portuguesas que le invitaron a una fiesta navideña en la que niños procedentes de orfanatos de la región y escuelas problemáticas representaban números musicales, danzas o pequeños conciertos. Todo quedó en segundo plano cuando un grupo de voluntarios japoneses hizo aparición ataviados con quimonos y, al ritmo de una estridente música que el viajero recordó haber escuchado en algún centro recreativo lleno de ludópatas de Tokyo, representaron un número musical que dejó boquiabierto a la comunidad mayoritariamente musulmana de la ciudad de Nacala, asistente al evento. Unas horas después, unos colombianos que buscaban su particular Dorado en Mozambique le invitaron a ver un partido de fútbol a su hogar. La vivienda, protegida por un vigilante con el brazo roto tras un accidente de bicicleta y que mostraba orgulloso su arco con flechas que, debido a su lesión, era incapaz de empuñar, fue testigo de una confraternización latina con el fútbol como nexo de unión, y allí pasó nuestro viajero momentos de feliz surrealismo con aquellos dos higueputas antes de, a las tres y media de la madrugada, subirse a bordo de un nuevo vehículo.

Lo último en seguridad privada
Un autobús, sorprendentemente parecido a los que la Empresa Municipal de Transportes de Madrid retiró de la circulación hace más de una década, y cuya velocidad máxima era de 40km/h, recorrió el trayecto entre Nacala y Pemba, de unos 350 kilómetros, en poco más de catorce horas y media. A bordo del mismo, madres de cuatro hijos embarazadas del quinto se sentaban pacientemente en el suelo a la espera de llegar a su destino mientras el vehículo, en algunas subidas pronunciadas, debía parar el motor, volver a arrancar y, en primera, alcanzar el punto en el que la pendiente hacia abajo le permitía aumentar su velocidad. En Pemba, capital de la provincia de Cabo Delgado, ciudad que domina una de las bahías más grandes del planeta y en donde un arrecife de coral a escasos metros de la costa permite un buceo tan fácil como espectacular, el viajero decidió descansar un par de días en búsqueda de algo más de información sobre cómo el descubrimiento de una de las mayores bolsas de gas del mundo habría de afectar a la ciudad en los próximos meses.

Dos madrugadas después, un pareja de españoles iban a llevar en coche al viajero durante doscientos kilómetros hasta Tandanhangue, punta más oriental de la zona norte del país, donde un catamarán de fabricación casera, compuesto por dos pequeñas canoas atadas en los extremos de un pequeño barco de vela, le transportó hasta la isla de Ibo, en el corazón del Archipiélago de las Quirimbas. En aquel lugar, prácticamente carente de vehículos a motor, donde la electricidad era casi tan novedosa como la presencia del mochilero, dos mil kilómetros y una semana después, el viajero descansó. 

1 comentario:

  1. Parece que el viajero está sabiendo aprovechar todo aquello que contiene la palabra VIAJAR.Me alegro de ver como,además,lo disfruta.

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Gracias por comentar mi blog. Gente como tú hace que siga teniendo ganas de seguir escribiendo y me da fuerza para continuar con mi viaje.