
Cada mañana, cuando me acerco a la
escuela, veo una fila de mujeres haciendo cola en la fuente pública.
Con calma pero a buen ritmo llenan los bidones de plástico de
colores y, una vez rebosan agua, lo suben despacio hasta la altura de
su cabeza, lo cargan sobre ella y, a paso lento para mantener el
equilibrio, se alejan de la
torneira en dirección a sus casas
de cañizo y tejados de cinc. Entre esas mujeres, casi con certeza,
habré visto alguna mañana a la vecina de la casa donde vivo desde
hace más de tres semanas: la madre de cuatro hijos y paciente esposa
de un marido aficionado a un licor de fabricación casera y profesión
desconocida. Cada noche, o al menos con demasiada frecuencia, escucho
las conversaciones de tono elevado, gritos y golpes que el marido
dedica a su mujer. Hablan en changana, no comprendo lo que dicen, así
que pregunto a Dinho: ¿qué dicen, hermano? Él no quiere
responderme, le cuesta hablar del tema. Insisto, y me traduce algunas
frases que el marido dedica a su mujer: “no vales nada”, “nada
de lo que haces en casa está bien”, “eres una burra”. “No
tienen cura” -me dice Dinho- “siempre ha sido así”. Este
maltrato físico y psicológico, esta violencia, la impotencia y
miedo de los niños y la indiferencia de los vecinos es una situación
tristemente habitual en Mozambique y, al parecer, en muchos otros
países de África.

La mujer mozambiqueña carga con todo
el peso de la familia. No sólo
crían y
educan a los niños sino que por supuesto mantienen la casa, buscan
el agua, limpian, cocinan, trabajan en el campo o venden fruta en la
carretera. El hombre, que muestra su incapacidad a diario y que
carece de toda habilidad para cualquier tarea doméstica, no compensa
esta carencia con su capacidad de trabajo fuera del hogar. Alguno
dedicará su tiempo a ser vigilante de alguna casa (turnos de 12
horas diarios de lunes a domingo que no requieren demasiado trabajo
físico) y otros conducirán una
chapa (taxi colectivo),
aunque muchos otros tendrán trabajos esporádicos o, simplemente, no
harán nada. Décadas de guerras (la de la Independencia de los
portugueses primero y la Civil después) se cebaron con la población
masculina de Mozambique hace unos años. El sida, los accidentes de
tráfico y el alcoholismo han hecho el resto para que, en el
Mozambique de hoy (a tenor de lo que he visto en Xai-Xai) la mayoría
de las familias no tengan figura paterna. Y aquellas que la tienen,
aunque sea injusto generalizar, sufren los efectos de una sociedad
machista donde el padre/marido tiene el derecho a la casa, la comida,
el alcohol y la infidelidad y carece de las obligaciones del trabajo
(doméstico o profesional) y el respeto a su familia.

Desde septiembre de 2012, la
Fundación Khanimambo ha puesto en marcha el programa “Levántate Mujer”
que consiste en unos encuentros semanales con las madres y padres de
los niños de Khanimambo con el objetivo de hablar de las relaciones
de pareja, de la familia, del rol del marido y la mujer e intentar
que la sociedad de Mozambique sea menos machista de lo que lo es en
la actualidad. Las charlas van dirigidas sobre todo a la mujer, pero
precisamente por eso es fundamental
conseguir
que los hombres, sus maridos, acudan a las mismas. De poco servirá
que 80 madres se sienten en círculo cada viernes y durante dos horas
intercambien problemas de pareja (las que la tengan) y familia, y la
manera de
solucionarlos, si sus maridos no
están presentes. Volverán a casa, intentarán poner en marcha lo
tratado en el encuentro y recibirán indiferencia y rechazo por parte
del hombre, cosa que éste tendrá más
difícil
si ha estado presente en la reunión y docenas de madres y vecinas le
han visto asentir ante proclamas como “no dejaremos que nuestro
marido se vaya de casa con otra mujer cuando acabamos de parir”.

Ese fue precisamente el tema de la
primera reunión de “
Levántate mujer”
a la que asistí, el mismo día que llegué a Xai-Xai aún con mi
macuto a la espalda. Al parecer, es moneda común que el hombre se
vaya “con otra” cuando su mujer acaba de dar a luz. Huele mal,
tiene que dar el pecho, su cuerpo ha cambiado y además está la
cuarentena sexual, que tengo mis dudas sobre si se respeta. Las
mujeres ven este hecho como normal, tal y como escuché, atónito, de
boca de las madres y con la ayuda del profesor Casimiro, nuestro
particular traductor Changana-Portugués. Pero es ahí cuando
Paciencia (
mi Paciencia, claro está) y la profesora Evam, empiezan a
explicar y convencer que no, que eso NO es normal, que no pueden
aceptar que por el hecho de haber dado a luz el hombre se vaya con
otra mujer durante unas semanas, que el niño es responsabilidad de
los dos y que el respeto a la pareja se tiene que dar también en
esos momentos. Lo primero, entendí, es hacer ver a la mujer los
derechos que tiene y por los que tiene que luchar. Que piensen por
primera vez en derechos que ella no sabe que tiene. La batalla con el
hombre vendrá después. Entonces volví a pensar en el nombre del
Programa, y lo vi aún más acertado.
A lo largo de las tres últimas semanas
he asistido a otras tantas reuniones de “Levántate Mujer”. Y he
aprendido remedios para cuidar la higiene
personal de la mujer incluso con pocos recursos (¿alguien ha probado
el limón como desodorante? parece que es efectivo); he escuchado
consejos sobre cómo mejorar la economía familiar; la importancia
del orden y la limpieza en casas pequeñas como las que habitan estas
familias; o cómo lograr una mejor convivencia vecinal alejándose de
los cotilleos (un auténtico tema recurrente en esta comunidad, donde
todos conocen a todos y todos saben dónde has estado y a dónde
vas). Pero sobre todo escuché la necesidad de que los maridos
asistieran a las reuniones para que todos estos temas logren mejorar
de la mano de los dos. El resultado hasta la fecha: un 5% de
asistencia masculina pero un 100% de compromiso de esos pocos hombres
para mejorar las relaciones familiares. Y es que, que un padre
reconozca públicamente, ante docenas de mujeres vecinas, que va a
dejar el alcohol es un paso bastante grande. Y eso ya ha pasado en
alguna de las reuniones. Lástima que, de momento, no sea el padre
cuyos gritos alcoholizados y amenazantes se
cuelan casi cada noche en mi casa desde el quintal de la lado.
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