jueves, 27 de diciembre de 2012

El penúltimo paraíso


Un moderno y peculiar embarcadero de madera financiado por la Agencia Española de Cooperación Internacional a un precio exageradamente elevado y ya bastante castigado a pesar de sus pocos años fue mi primer contacto con la isla de Ibo, en pleno centro de las Quirimbas. Allí, el dhow (barco de vela) reconvertido a catamarán y manejado de manera precipitada por su capitán atracó a base de golpes que explicaban el por qué del prematuro desgaste de dicho muelle. Una docena de niños que ofrecen sus servicios como guías de la isla, un grupo de hombres dispuestos a cargar con cualquier mercancía que llegue del continente y algún pescador apurando la venta de cangrejos o calamares me dieron la bienvenida al penúltimo paraíso de Mozambique que habría de visitar.

Ibo, la más conocida de las ínsulas del archipiélago de las Quirimbas, es una de las más de veinte islas que forman este mágico conjunto de extensiones de arena blanca rodeados de manglares, fascinante historia y pausado ritmo. La corriente eléctrica, cuya presencia no ha cumplido aún el año de vida en la isla, el funcionamiento de los teléfonos, aunque no con regularidad ni fiabilidad, o la existencia de un pequeño aeródromo para avionetas que comunican la isla con Pemba no parecen haber revolucionado el ritmo de una isla que vive de manera tranquila, al ritmo de sus mareas altas o bajas, muertas o vivas que marcan los tempos de la pesca, los transportes a tierra continental o los desplazamientos a las islas vecinas. Ibo, un acrónimo portugués que significa Isla Bien Organizada, fue durante siglos un puerto comercial, sobre todo para el tráfico de esclavos. Los árabes primero y los portugueses después dejaron su huella en este pedazo de tierra con forma de pica, poblada por cerca de cuatro mil personas, la mayoría de las cuales habitan unas viviendas que se amontonan en barrios mal organizados. El bairro cementado, la zona noble de la isla, con los edificios administrativos, hoteles, el embarcadero y sus desvencijadas mansiones coloniales son pura regresión al pasado rodeado de absoluta decadencia.

Del paso de los colonizadores portugueses han quedado tres fuertes, el más importante de ellos el de Sâo Joâo, con particular forma de estrella y en cuyo interior un coqueto museo naval y un taller-tienda de costura, ambos promovidos por la Fundación Ibo, ya compensan la visita; de los chinos, y en concreto de alguna importante familia que habitó en la isla, aún permanecen algunos edificios de particular arquitectura asiática; y de los árabes, sobre todo, el idioma kmwuani, un dialecto de swahili, y culpable de que los niños le griten “¡mzungu! ¡mzungu!” a los turistas blancos que se tuestan al sol de la isla. El mzungu, literalmente “el que da vueltas sin destino fijo”, es como el blanco lleva siglos siendo denominado en este lugar del mundo. Algunas coquetas mezquitas, situadas en los barrios pobres, nos recuerdan que, efectivamente, una inmensa mayoría de la población local es musulmana.

De todo ello sabe, y mucho, el incombustible señor Joâo Baptista, llamado así por haber nacido un 24 de junio de hace 87 años, “Consejero e historiador de la isla de Ibo, tercer oficial de la Administración Estatal jubilado”, según reza el cartel que cuelga en la puerta de su casa y en la que invita a todos los que tengan ganas de escuchar su particular visión de la isla y su propia vida, cuajada a base de trabajar para los colonos portugueses primero y la administración de Mozambique independiente después. Al señor Joâo Baptista quizá le bailen algunas fechas, pero poco importa: el entusiasmo con el que narra, en un perfecto portugués, la vida en época de la colonización lusa, la independencia, la guerra civil (“fue una broma, poca cosa”, asegura) o los desmanes de la administración actual no tienen precio. Este antiguo funcionario aún mantiene la responsabilidad de velar por el buen funcionamiento de la isla, cuya historia conoce como nadie, y por ello presume de escribir regularmente cartas al Gobernador de la provincia de Cabo Delgado alertando si las cosas en Ibo no se están llevando a cabo de la manera adecuada. Con orgullo, el señor Joâo muestra las libretas donde ha acumulado cientos de páginas manuscritas con anotaciones de su vida, de la historia de Ibo, de la época colonial, de la felicidad tras la independencia. Sin perder la sonrisa, con ilusión todavía porque esos papeles puedan algún día tener forma de libro y esperando a un nuevo turista que le quiera invitar a una coca-cola y dejarle cincuenta meticales de propina, el más importante octogenario de las Quirimbas le recuerda a uno aquello del envejecimiento activo cuyo Año Europeo está a punto de terminar.

Aún no se se ha sacudido uno el encanto decadente de las calles principales de Ibo cuando, guiado por un adolescente, se enfila el camino del manglar rumbo a la isla de Quirimba. A lo largo de ocho kilómetros de barro en el que los pies se quedan clavados, atravesando una tupida jungla tropical de densas nubes de mosquitos que no entienden de hora del día y con un calor asfixiante, es posible llegar a la isla que da nombre al archipiélago. Quirimba es más pequeña y menos poblada que Ibo, pero además tiene mucha menos agua que ésta, la electricidad no ha llegado si no es en forma de generador de gasolina y en ella sus niños, menos acostumbrados aún a los turistas, juegan al fútbol enfrente de la ruinosa iglesia mientras sus padres secan pescados al sol para mandarlos a alguna ciudad del continente o cambiarlos por gasolina. Llegar a Quirimba andando, tras sobrevivir al manglar, con la marea baja, desde el lugar en el que te deja un barquito de madera empujado por una pértiga al más puro estilo mokoro del Delta del Okavango es una experiencia difícil de olvidar.

Quizá Ibo no tenga playa. Seguramente su oferta de ocio no sea la mejor de Mozambique. Y es cierto que escasean los centros de buceo en los que disfrutar de su imponente vida marina. Pero no importa. Ibo es especial, particularmente si eres capaz de dejarte seducir por su ritmo tranquilo o tienes la suerte de que unos españoles te acojan con cariño. Luis e Isabel, de la Fundación Ibo, te abren las puertas de la isla para hacerte sentir como si tú también llevaras años viviendo en ella; y Benja Ojeda, periodista reconvertido a gerente de hotel, te mima de forma espectacular a base de pulpo a la parrilla, alioli casero y chupitos de anís. ¿Se puede uno sentir casi como en casa en medio de un archipiélago en pleno océano Índico? Parece que sí, pienso uno mientras una avioneta que tarda dieciocho minutos en dejarme en Pemba sobrevuela el Archipiélago de las Quirimbas después de despegar del más pequeño aeropuerto del que jamás yo haya hecho uso.  

2 comentarios:

  1. Delicioso desayuno para el alma y lai imaginación. Esta mañana mientras te leía yo también viajaba por Ibo. Gracias por hacer tus sueños una realidad y dejarnos espiar en ellos.

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  2. com saudades de Ibo, do patraõ, da princesa do coral, dos wuani.... sniff sniff...

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Gracias por comentar mi blog. Gente como tú hace que siga teniendo ganas de seguir escribiendo y me da fuerza para continuar con mi viaje.