El día que llegué a Praia de Xai-Xai
no estaba aún seguro de dónde y con quién me iba a quedar a vivir.
Después de casi tres meses de viaje cual nómada, en los que mi
récord fueron los primeros nueve días en
Ciudad del Cabo (y no consecutivos) y en los que nunca tuve un lugar
donde deshacer mi macuto por completo y asentarme, sabía que Xai-Xai
iba a ser un punto de inflexión, pero no imaginaba lo que me iba a
encontrar, no sabía que iba a sentirme casi casi como en mi propia
casa.
La casa de Paciencia |
Paciencia me recibió al llegar a Praia
de Xai-Xai, me saludó con una sonrisa y lo primero que me dijo fue
“estamos juntos”, uno de las expresiones más usadas en la
Fundación Khanimambo. Esa misma tarde, cargado con mi mochila, subí
a la colina enfrente de la Escolinha y llegué por primera vez
a su casa: un humilde hogar formado por dos casitas en un terreno no
muy grande, de suelo de arena (como absolutamente todo en Praia de
Xai-Xai), un pequeño cuarto de baño en el exterior y otra letrina
al lado. La casa principal, con salón y dos cuartos, tiene paredes
de cemento y tejado de chapa de zinc pero la otra pequeña casita,
donde iba a posar mi macuto y que se habría de convertir a partir de
ese momento en mi lugar de descanso, tiene paredes de caña trenzadas
con alambre que dejan pasar la luz, la corriente de aire y, cuando
llueve, la refrescante lluvia, además del mismo tejado metálico.
Esta misma estancia hace las veces de cocina, pues es aquí donde se
ha instalado el hornillo de gas butano (un lujo en este lugar) y la
despensa.
Paciencia Diogo, de 36 años, es madre
de dos hijos y trabaja como responsable de administración en la
Fundación Khanimambo desde hace tres años. Por lo poco que ya he
averiguado en las largas conversaciones durante el desayuno y la
cena, Paciencia no ha tenido una vida fácil. Se quedó embarazada de
su hija Racy con 15 años y, ya madre, tuvo que dejar los estudios y
trabajar de lo que pudo para mantener a su hija y dos primos que
cargaban bajo su responsabilidad. Hoy, tras muchos años trabajando
en el único hotel de Praia de Xai-Xai y su labor (que se me antoja
imprescindible) en la Fundación, Paciencia puede sacar pecho de
haber sacado a su familia adelante, de estar construyéndose poco a
poco una nueva casa, de tener un puesto en el mercado de la ciudad en
el que vende ropa traída de Sudáfrica y
también de llevar la cabeza alta a pesar de ciertas envidias que, al
parecer, flotan alrededor del vecindario. Merece la pena leer la entrevista a Paciencia publicada en la web de la Fundación Khanimambo para saber un poco más sobre ella.
Dinho, un excelente cocinero |
Racy, de 19 años, y Dinho (o Dinio,
como él prefiero que le llame), de 16, son los dos hijos de
Paciencia. Racy habla muy deprisa, casi siempre interrumpe sus
palabras con carcajadas y encuentra divertidísimo todo lo que digo o
hago. Está a punto de terminar sus estudios de secundaria y se
debate entre empezar periodismo o agrónomos. Dinho, del que volveré
a escribir algún día, es mi compañero de cuarto y colega de
aventuras. Es un excelente cocinero, un gran “amo de casa” y un
deportista nato. Cada mañana, sobre las 6, cuando yo me despierto,
Dinho ya está calentando agua para la ducha, me acerca mi toalla y
entonces ya estoy listo para ir a la “casa de banho” donde mezclo
el agua caliente con agua fría del bidón en una palangana. Una
jarra de plástico vierte el agua templada sobre mi cabeza, se escapa
por el agujero del suelo y llega a la fosa séptica
de la casa. Antes, he trancado la puerta de madera con la toalla para
que no se abra y dejo las chanclas en la puerta para que no se mojen
y así al volver de camino a la habitación
no se llenen de arena pegada a mis crocs. Todo un protocolo
para ducharse que no tardé ni un día en aprender y que ahora repito
como un autómata. Una ducha es una ducha en cualquier parte del
mundo, y se agradece aquí tanto o más que en el mejor de los
hoteles.
La playa en casa |
Aunque ya he avisado una docena de
veces a Dinho de que yo solito me puedo hacer la cama y preparar el
desayuno, mis esfuerzos han sido inútiles. Cuando salgo de la ducha
mi compañero de habitación adolescente ya ha adecentado mi cama,
calentado agua para el té y preparado el desayuno, que en los
últimos días se basa en tostadas de mantequilla de cacahuete
(¡deliciosa e hipercalórica!) y leche con cereales. Si bien al
desayuno se suma aquel que pasa por ahí, la cena es un momento mucho
más familiar. Llama la atención que no hay una hora fija para la
cena, que puede variar entre las 19 y las 22 horas (me ha costado
entender que aquí las 7 de la tarde no existe, son las 19 horas). Es
en la cena cuando se habla de lo que cada miembro de la familia ha
hecho durante el día, de los planes para el día siguiente, de qué
se preparará para comer mañana (que exige, además, planificar
quién irá a la ciudad a comprar qué cosas) y, desde que llegué,
un poco de puesta al día de nuestras vidas. Con cierta cautela y
timidez, la familia poco a poco me pregunta sobre mi vida: mi familia
de Valencia (Mamá, Papá y hermanas, mi “nueva familia” os manda
muchos abrazos), mi antiguo trabajo y, sobre todo, en un nuevo nivel
de confianza, si tengo “enamorada” o no, y como no la tengo, pues
por qué no. Buena pregunta.
A veces, el vecino nos deleita con un tema |
El día que llegué ingresaron en el
hospital aquejada de malaria a una ahijada de Paciencia, y por este
motivo muchas noches de la primera semana Paciencia durmió en el
hospital y su hija Racy en casa de la enferma, cuidando de los niños.
Las relaciones familiares, los clanes, el intercambio de primos,
primas, ahijados y vecinos entre distintas familias cercanas es algo
aquí tan natural como la propia vida. De hecho, si en verano la
Fundación Khanimambo tiene la mitad de niños de lo habitual es
porque muchos pasan los meses de verano con sus “otras familias”.
Muchos chicos y chicas se refieren a sus compañeros o vecinos como
“irmâos” y sólo preguntando e investigando un poco uno consigo
trazar los árboles genealógicos de las familias de la comunidad.
Algo tan difícil como apasionante para un
cotilla como yo.
Cada mañana, entre las 7 y las 8,
cuando bajo de la colina en la que está la casa de Paciencia camino
de la Fundación Khanimambo, recorro el
camino de arena y escucho de fondo las canciones de los niños de la
Escolinha que, desde las 7, están ya disfrutando del curso de
verano. En el brevísimo paseo siempre me encuentro algún
vecino que me da los buenos días y a dos guardias de vigilancia (una
figura muy extendida aquí) de las casa de algunos vecinos “ricos”.
También paso al lado de los hogares de familias no tan pudientes y
que, de hecho, son la mayoría aquí. Hogares donde no llega el agua
ni menos aún la electricidad, donde el paseo hasta la “fontinha”
de la carretera es un ritual diario y donde la cena a la luz de la
vela una tónica cotidiana. Paciencia ha trabajado duro para
conseguir tener una toma de agua en su casa y disfrutar de
electricidad. Cada uno o dos meses paga un saldo (como si se tratara
del teléfono móvil) a la compañía eléctrica
y su contador empieza a descender según se consume. Cuando el saldo
es cero la energía se acaba y entonces dependerá de si la familia
tiene meticáis o no para volver a recargar el contador. Sobre
las basuras y su gestión, el primer día que llegué a casa de
Paciencia entendí su funcionamiento: la basura se tira al patio de
arena, se recoge una vez al día, se acumula en montones sobre
agujeros escavados y, cuando es lo suficientemente grande, se prende
fuego. Es la opción más sencilla y lógica para una comunidad donde
la recogida pública de residuos es un fenómeno inexistente.
Racy, Dinho, Paciencia y una sobrina |
En casa de Paciencia, por primera vez
en casi tres meses, duermo sobre la misma cama cada día; he sacado
del macuto, doblado y ordenado mis escasas prendas de ropa y, esto es
curioso, he recordado la diferencia entre
los días laborables y el fin de semana. Las horas siguen volando y
los días pasan a velocidad incontrolable, aunque ahora pienso sobre
ellos cada noche, con un poco más de sosiego, después de darle las
buenas a Dinho a través de la tela de plástico verde que me protege
cada noche de los mosquitos.
Espero que disfrutes del momento en el que sientes África de forma más intensa: el alba.
ResponderEliminarSegún Ryszard Kapuscinski en Ébano.
que bueno..
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