martes, 13 de noviembre de 2012

El paraíso en la otra esquina

Frontera y primeras palabras en portugués

Un tarde de noviembre dejamos atrás Sudáfrica. Un puesto fronterizo pequeño pero moderno nos despedía del país de Mandela y un pequeño puesto de control dentro de un contenedor gastado nos daba la bienvenida a Mozambique, mi pequeña Ítaca, mi lugar-objetivo, uno de los lite-motif de mi viaje. Y tras ese puesto de control propio de un país con escasos recursos, como si se tratara de la frontera entre Rusia y Mongolia, apareció otro mundo. La bandera roja, amarilla y verde con el libro, el fusil y la azada de Mozambique nos anunciaba la ausencia de carreteras, el camino de arena de playa con dunas, imposible para un coche normal y con pocos o ningún taxi, por lo que la aparición de un sudafricano ávido de conversación que se ofreció a llevarnos al pueblo más cercano resultó providencial.

Alex Soave, mi compañero de viaje
y ángel de la guardia bajo el agua
¿Por qué hablo en plural? Llegó el momento de contar que desde hacía 15 días viajaba con Alex, “ciudadano francés porque lo dice el pasaporte”, que desde hace 9 meses recorre el mundo con un aire relajado y una sonrisa en los labios. A Alex le había conocido en el Delta del Okavango de Botsuana (vaya, qué lejos me parece eso ahora) y le habría de volver a encontrar en Chintsa, en la Wild Coast sudafricana. Y como quiera que nuestros itinerarios eran parejos, aún íbamos a estar juntos varias semanas. Alex, como casi todos, tiene su “shock” en su lugar de origen, y parece que viajar, bucear y no tener una fecha de vuelta a casa es la terapia que necesitaba. ¡Gracias Alexandre! Por cuidar de mí encima y debajo del agua, por hacerme la boca agua con tus historias en países que pronto visitaré y por compartir conmigo tu experiencia de viajero casi profesional. Bon voyage!

15 kilómetros de camino de arena después, dejando atrás a coches 4x4 que habían tomado la opción incorrecta y por lo tanto se habían quedado enterrados en la duna, llegué al paraíso. Y el paraíso, con nombre de Ponta d'ouro, tenía una de playa blanca, alargada, luminosa, rodeada de palmeras y bosque tropicales y con un agua cristalina. Perfecta. Y el paraíso estaba al lado de un pequeño pueblo de ambiente relajado, con vendedores ambulantes de pescado y marisco, con calles sin asfaltar, de arena, sin apenas coches, un mercado en plena plaza y chiringuitos caseros a unos metros de la orilla.

Pececitos del Índico
Ponta d'ouro, la punta dorada, el primer encuentro con Mozambique viniendo desde el sur de África del Sur, vive sobre todo de los buceadores. Estos, incansablemente, se dejan caer por aquí para comprobar que este es uno de los mejores lugares del mundo para ponerse una bombona a la espalda y bajar para conocer de cerca las mantas, las rayas, los tiburones, los peces león, peces flauta, peces tigre, tortugas y tiburones que conviven con infinitos peces de colores vivos en unas aguas, las del Índico, con la mejor visibilidad debajo de la superficie que nunca vi. Así que ahí bajé, a encontrarme con los meros y los delfines, que también se sumaron a la bienvenida de Mozambique y las aguas de su costa. ¿Las mejores inmersiones de mi vida? Quizá.

Madrugar para bucear compensa
con un amanecer como este
Pero el paraíso también lo es por sus gentes. Meses después, volví a falar portugués, la lengua que mal aprendí en Lisboa hace 12 años. Y eso me permitió por primera vez en mi viaje hablar con la gente de aquí, preguntarles, conocer su vida, regatear el precio de las gambas o entender a la primera los horarios de salida de las chapas (los minibuses de Mozambique). Esa sensación, la de entender las conversaciones de quien está sentado a tu lado o de quien te vende el pan, creó en mí una sensación agradable de “estar en casa” de la que todavía no me he desprendido, afortunadamente. Y el mozambiqueño es buena gente, o eso me ha parecido. Relajado, bailarín, divertido y bromista, pero también educado y agradable, quizá mucho más con un español que con un sudafricano, su eterno vecino con el que mantiene la clásica relación de amor-odio. Es mozambiqueño el vendedor de pescado fresco, la dependiente de la panadería que vende el mejor pan que he probado en los últimos tres meses y son mozambiqueños los miembros del equipo de fútbol que nos llevaron en un coche pick-up desde Ponto d'ouro a Ponta Malangane, la continuación del paraíso diez kilómetros más allá siguiendo por la playa.

Con ustedes, Ponta Malangane
Quizá sea porque noviembre es el mes más turístico del año, o quizá sea porque la ausencia de carretera limita el turismo, pero el caso es que Ponta d'ouro es un paraíso que en las fechas en las que lo visité no ofrecía ninguna saturación turística. Y por si acaso lo tuviera, uno siempre puede escaparse a una de las dos playas de casi incontables kilómetros de longitud a ambos lados del pueblo. Y allí jugar a perseguir a los cangrejos que hacen fila para bañarse en la orilla del océano, o acercarse a las aves que interactúan con los mismos cangrejos. O ver a lo lejos a los surfistas con cometa y las piruetas que regalan a los bañistas, que han descubierto aquí otro paraíso perdido. O sentirse aislado del mundo a la espera de que un delfín o una ballena aparezca en el horizonte (y estas cosas pasan con mucha más frecuencia de la que uno imagina). De cualquier modo, uno no necesita calzado, casi ni ropa, para tener la playa como referencia y usarla para ir a casi cualquier punto de este pequeño lugar: del mercado al hostel, del hostel al chiringuito, del chiringuito al centro de buceo, del centro de buceo a una pequeña colina para ver la puesta del sol.
Los cangrejos, únicos turistas de la playa
No recuerdo bien los días que pasé en Ponta d'ouro, pero podrían haber sido decenas. Salir de allí me exigió madrugar a las 3 de la mañana y hacer cola en la plaza del mercado para que alguna chapa (como dije antes, el nombre que reciben los minibuses en Mozambique) me llevara a Maputo. Y la idea de abandonar el paraíso en medio del madrugón para acercarme a la peculiar capital de Mozambique sería por si sola descabellada, si no fuera porque yo sabía que lo que iba a encontrarme poco después era el mágico Khanimambo.  

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