Tía Hortensia |
Después de salir del trabajo en la
Escolinha de Khanimambo, Hortensia me lleva hasta su casa a
través de un laberinto de palmeras, plantas con afilados espinos y
arbustos que crecen sobre la fértil arena de playa de Xai-Xai.
Estamos en el “mato”, como se conoce aquí a todo aquello que
está más allá de la carretera, lo que no se ve desde el autobús
ni menos aún desde el coche, lo que queda oculto a cualquier ojo que
no quiera de verdad conocer lo que en realidad pasa en Mozambique.
Donde vive la inmensa mayoría de los mozambiqueños. Donde duermen
los niños de Khanimambo. Diez minutos, una colina y varios cruces de
caminos en el enrevesado laberinto después, llegamos a su casa,
donde vive con sus seis hijos. En realidad, Hortensia, cuya vida no ha sido precisamente un camino de rosas, sólo parió a cinco, pero
adoptó a Rodrigues, uno de los vecinos del mato, cuando éste
se quedó huérfano. Hortensia es tímida y muy humilde, y me pide
perdón por el estado de su casa (a mi me parece que está impecable
considerando que seis niños pequeños viven en esos 25 metros
cuadrados), pero me cuenta orgullosa que su vivienda fue de las
primeras que la Fundación Khanimambo construyó y que su familia
puede, desde entonces, convivir junta en un lugar que no tiene
goteras cuando llueve.
Las xichunguas, como se conocen
en changana (el dialecto de la zona) a estas construcciones, dan
nombre a un proyecto de la Fundación Khanimambo que, desde 2009, ha
permitido que casi 20 nuevas familias dejen de vivir hacinadas en sus
antiguas chozas de paredes de cañas podridas, tejados agujereados y
suelos de arena. Las nuevas construcciones tienen suelo rígido,
paredes reforzadas con cemento entre las cañas y un tejado de chapa
de zinc resistente a las tormentas. Dentro, uno o dos cuartos (sólo
para familias muy numerosas) que tendrán o no colchón y tela
mosquitera en función de sus posibilidades económicas, aunque la
experiencia me dice que una mayoría dormirá sobre las esterillas de
fabricación casera y seguirá ahorrando para tener un lugar más
blando sobre el que descansar, conseguir instalar una toma de
electricidad o lograr una entrada de agua que evite comprar el
líquido elemento a un vecino que ya la tiene, para evitar el paseo
hasta la fuente pública.
Carlitos, Simiâo y profesor casimiro |
Enfrente de casa de Hortensia y en
plena tarea de preparación de la cena me reciben Carlitos, y Simeâo.
Su casa, también construida con el apoyo de los socios de la
Fundación Khanimambo, tiene un salón y un cuarto y es a la vez
escenario de otro proyecto de la Fundación llamado “Manos”, que
logra que dos o más niños huérfanos puedan convivir juntos una vez
tienen la edad suficiente para valerse por sí mismos. A Carlitos y
Simiâo les acompaña, de lunes a viernes, y desde hace sólo unos
meses, Casimiro, uno de los profesores de la escuela al que la
distancia le impide regresar entre semana a su casa. El profesor me
explica el reparto de las tareas y sonríe orgulloso cuando le
pregunto por la experiencia de vivir con dos alumnos: “hoy cocina
Carlitos, yo voy a limpiar los platos y Simiâo está ordenando la
casa. Mañana nos cambiaremos los papeles”.
En la vertiente sur del mato, en una
colina apartada de la carretera, quizá en la parte más ventosa de
la zona y tras un buen esfuerzo arrastrando los pies sobre la arena,
Eric (que hace de guía con entusiasmo) y yo llegamos a casa de María
Maposse y sus hijos Ornelia, Santos y Dersio, todos ellos ahijados de
Khanimambo. Sorprendemos a la hija mayor moliendo granos de maíz
para preparar la shima mientras su madre nos invita a conocer
su casa: también construida con la financiación del Proyecto Xichungua, ésta carece aún de camas, agua, electricidad y
alguna que otra comodidad más, pero se me antoja palaciega cuando lo
comparo con el lugar donde la familia dormía antes: una choza de 2x2
metros de paredes de cañas destartaladas y tejado cochambroso, y que
aún hoy sigue como vestigio, muy cerca de la nueva casa, de cómo
era la residencia de esta familia hasta hace no mucho.
Fátima y cuatro de sus cinco hijos |
El paseo por este mundo tan real como
alejado de los circuitos turísticos de Mozambique continúa. A cada
momento nuevos vecinos nos saludan y más niños que nos gritan desde
los patios arenosos de sus casas, mientras juegan con los patos, los
cerdos, las gallinas o alguno de los sencillos juguetes que han
improvisado hoy para pasar esta tarde nublada y no muy calurosa. Así
es como llegamos a más casas que fueron posibles con dinero llegado
desde España, como la de la profesora Guida y sus hijos Scarla y
Wilson; o como la de Fátima, madre de Eugenio, Bendo, Marlene,
Dionisia y Milton, y cuyo proceso de fabricación fue contado día a día en el Facebook de la Fundación Khanimambo.
Un hombre se acerca a visitarnos a la
Escolinha cada dos o tres días. Pregunta a Eric, de manera
discreta, si tiene algún proyecto de construccción a la vista. Si
la respuesta es positiva, este hombre espera que, en cuanto termine
la casa que está terminando ahora y a la que apenas le faltan cuatro
retoques, llegue más trabajo. Se trata de Antonio Gemusse, el albañil de Khanimambo, una excepción en la comunidad. Antonio vive
con su mujer, a la que respeta, y cuida de sus hijos, a los que
aprecia. Cuando no está construyendo una casa se busca la vida para
seguir llevando dinero a casa. Toda una rareza, toda una singularidad
para una comunidad donde el machismo impera, la mujer carga con todo
el trabajo y la responsabilidad, educa a los niños, trabaja en el
campo, cocina y limpia.
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