Es de noche. Miro a través del
plástico verde que hace de mosquitera y encuentro, agarrada a una de
las vigas de madera que sustentan la chapa de zinc que compone el
tejado de la habitación donde duermo, a
una lagartija africana. Se desplaza a través de movimientos rápidos,
siempre cerca de la bombilla, esperando cenar alguno de los mosquitos
o polillas que, como cada noche, se acercarán a ese único foco de
luz de la estancia. Entonces yo me elevo, me acerco a la lagartija,
que se escabulle por un pequeño hueco que ha encontrado en la chapa
de metal. Mi cuerpo, comprimido y etéreo, se encoge lo suficiente
para introducirse por ese agujerito en busca del lagarto, se adentra
en la oscuridad y cuando la luz vuelve a aparecer ante mis ojos, me
encuentro conduciendo una chapa, una minibús, el transporte público
por excelencia de Mozambique que, como en
todo África del sur, suele ser una furgoneta Toyota de 15 asientos
que se sobrecarga hasta los 25 o más
pasajeros. Pero en esta ocasión soy yo el único ocupante del
vehículo, y su tripulante. Enfilo a toda velocidad una carretera
de asfalto que poco a poco va empeorando, se convierte en tierra
roja, luego arena de playa y posteriormente un camino empedrado de
agujeros descomunales sobre los que mi furgoneta parece levitar. Poco
importa, pues no tardo mucho en llegar a un abismo, a un barranco de
altitud incalculable en el que mi “chapa”, conmigo dentro, se
precipita al vacío. Antes de encontrar suelo, una red elástica de
enormes dimensiones frena mi velocidad, se traga el autobús y me
rebota de nuevo hacia el cielo, donde me quedo flotando unos
instantes que me parecen eternos. Entonces, me despierto.
Es el efecto del Lariam, el medicamento
que desde hace tres semanas tomo como quimioprofilaxis de la malaria,
una de las enfermedades más habituales de esta zona tropical, con
especial incidencia en Mozambique, y que más muertes causa al año.
Oí decir antes de salir de España que la hembra del mosquito
Anopheles, el insecto portador del parásito de la malaria, es el
segundo animal que más muertes causa en el mundo. ¿El primero?
Parece ser que el hipopótamo, aunque visto lo visto en Sudáfrica
no me parece tan peligroso.
El Lariam, tomado una vez al mes en una
pastillita, introduce en el cuerpo la química suficiente para que,
cuando nos pique el temible mosquito y el parásito que transmite
empiece a campar a sus anchas en nuestra sangre para, unas semanas
después, declararnos la guerra, nuestro organismo esté preparado
para hacerle un poco de frente. No mucho, no del todo. Aún así,
cuando enfermemos de Malaria, notemos la
fiebre, el frío y la debilidad, deberemos ir corriendo a un hospital
cercano donde nos darán el tratamiento adecuado. Pero el Lariam (que
yo dudé mucho en empezar a tomar) tiene sus efectos secundarios, sus
daños colaterales, sus pequeños inconvenientes añadidos. Depende
de la persona, claro está, pero es bastante habitual que provoque
cierta depresión, cansancio físico y emocional, mareos, problemas
de visión, sueños vívidos que frecuentemente se convierten en
pesadillas como la descrita arriba y, en ocasiones, convulsiones,
ansiedad, alucinaciones y otros trastornos psicóticos. Al parecer,
el otro famoso fármaco que sirve de profilaxis contra la malaria, el
Malarone, no tiene esos efectos secundarios tan acusados, pero su
consumo se limita a un mes, frente a los tres que el Lariam nos
permite tomarlo antes de que nuestro hígado diga hasta aquí hemos
llegado.
Hace unos días, en la carretera de
Praia de Xai-Xai, me encontré con Destinia. De 19 años, guapísima
y con la sonrisa más bonita de Mozambique, esta ahijada de
Khanimambo que se va a convertir en la primera en estudiar en la Universidad no tenía su mejor cara: tiritaba, la frente le ardía y
andaba a pequeños y torpes pasos hasta el precario centro de salud
de Praia de Xai-Xai. Le acompañé, hicimos cola en una sala de
espera en la misma calle y cuando le hicieron el test rápido (un
pinchazo en el dedo para extraer sangre) se confirmó lo que ya todos
imaginábamos: Malaria. Lo habitual. El pan
nuestro de cada día. Lo mismo que las cuatro personas
más que esperaban allí para pasar consulta con la enfermera.
Tratamiento de Coarten, chute de pastillas de amodiaquina y descanso
absoluto, algo por otro lado obvio porque la malaria deja
completamente hundido. La cara, el tembleque de Destinia y su fiebre
me hizo recordar una pasaje del libro Ébano de Kapuscinski y
que me permito repetir aquí:
“La primera señal de un inminente
ataque de malaria es una inquietud interior que empezamos a
experimentar de repente sin ningún motivo
claro. Algo nos pasa, algo malo. Si creemos en los espíritus,
sabemos qué es: ha entrado en nosotros un espíritu maligno y nos ha
embrujado. Nos ha paralizado y clavado. Por eso no tardamos en
sentirnos entumecidos, pesados y sumidos en el marasmo. Todo nos
irrita. Sobre todo la luz, detestamos la luz. Nos irrita la gente:
sus voces estridentes, su repugnante olor y su tacto áspero. Pero
tampoco tenemos demasiado tiempo para experimentar semejantes ascos y
repugnancias, pues al cabo de poco rato, a veces de repente y sin
haber dado ninguna señal de aviso, se produce el ataque. Es un
súbito y violento ataque de frío. Un frío
polar, ártico. Como si alguien nos cogiese desnudos, abrasados por
el infierno del Sahel y del Sáhara y nos lanzase directamente al
altiplano helado de Groenlandia y las Spitzberg, entre nieves,
vientos y tormentas polares. ¡Qué conmoción! ¡Qué choque!
En un segundo empezamos a sentir frió, un frío
terrible, espantoso, espectral. Empezamos a tiritar, a temblar, a
agitarnos (…) Nos atenazan unas vibraciones y convulsiones que al
cabo de poco tiempo nos desgarrarán en jirones. Y para intentar
salvarnos empezamos a suplicar ayuda”.
En octubre de 2011, la Fundación Khanimambo llegó a un acuerdo con la empresa Mc Lehm para, gracias a
la organización de un mercadillo solidario, conseguir dinero para
mosquiteras, repelentes e insecticidas. Se consiguieron 100
mosquiteras que, compradas directamente al Ministerio de Salud de
Mozambique para lograrlas a mejor precio, se distribuyeron entre 173
niños de Khanimambo y sus familias. Mas de un año después, el
número de enfermos de malaria entre los niños de la Escolinha
ha descendido considerablemente, aunque sería falso decir que esta
enfermedad no está aún entre nosotros, en la comunidad de Xai-Xai y
en el resto de Mozambique. Que sigue siendo habitual que un niño, o
su madre, enferme de Malaria. Y que lo que en la mayoría de las
ocasiones supone una especie de gripe que, tratada a tiempo, pasa sin
problemas, a veces la dolencia se complica: la temida malaria
cerebral es mucho más mortífera y aquí lo saben. Pero no hay mucho
que hacer: los mozambiqueños han aprendido a vivir con su amenaza, y
eso que no es la única que tienen ni mucho menos.
María Ruperez en la puerta del CISM |
¿Y la vacuna? No existe para la
malaria. Años de desinterés por la cura de la enfermedad, el
habitual mundillo mafioso de las empresas farmacéuticas
y la dificultad que supone el hecho de que la malaria sea un
parásito, y no una una bacteria o un virus, complica el desarrollo
de la la vacuna. Pero hay esperanza: hace pocos días tuve la fortuna
de conocer el Centro de Investigación para la Salud de Manhiça, el CISM. Un proyecto español, financiado con dinero de la Agencia
Española de Cooperación (cuando este organismo dependiente del
Ministerio de Exteriores aún tenía dinero) y que desde hace años
lidera la investigación de la vacuna de la malaria, entre otros
proyectos médicos. Situado en Manhiça, a medio camino entre Maputo,
la capital, y Xai-Xai, en este centro de investigación trabaja un
nutrido grupo de científicos españoles dirigidos por el Dr. Pedro Alonso. Como ya me dijo mi amigo y también científico Borja hace años, “la
investigación científica va despacio”,
pero después de visitar el CISM y hablar con María, una médico madrileña que
lleva allí dos años trabajando, estoy convencido de que la solución
estará más o menos lejos, pero que desde luego va a llegar. Dentro
de unos años, los niños de Mozambique, otros países africanos y el
resto de países tropicales donde la malaria aún es una dolorosa
realidad podrán disponer de la vacuna contra los efectos de la
picadura del mosquito Anopheles, y la malaria quedará como una
pesadilla en la que los minibuses se precipitaban al vacío
con uno dentro pero de la que, finalmente, uno se ha despertado.
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