miércoles, 26 de septiembre de 2012

Un dia en los suburbios


A veces suceden cosas extraordinarias. Como que la recepcionista del hostel donde duermes en Windhoek, la capital de Namibia, se convierta en tu amiga y, un día, decida invitarte a su casa. “Soy de una familia humilde”, me dijo, “pero me gustaría que conocieras a mi familia”. “Genial, claro que sí, ¿donde vives?”. “En Katutura”

Katutura es el peor subirbio de la ciudad, a unos 5 kilómetros del centro, y el lugar en el que viven la mayoría de los habitantes de la ciudad. Es el resultado de la segregación racial o Apartheid que también sufrieron los namibios cuando estaban bajo control sudafricano, antes de su independencia en 1990. Katutura, también conocido como el Soweto namibio, es una enorme ciudad de chabolas, calles polvorientas y habitantes pobres de solemnidad que malviven esperando un trabajo en el centro de la ciudad, y en donde el alcohol, las drogas y la delincuencia campan a sus anchas. Pero yo esto último no lo vi, ni lo sufrí, ni lo sentí, porque iba acompañado de un local, y eso lo cambia todo.

La familia al completo
Sarah, mi amiga, me llevó a su casa, el lugar donde vive cuando no está trabajando y donde sí habitan todos los días el resto de su familia: su madre, sus dos hijos de 4 y 11 años y sus tres hermanos, una de ellos embarazada. En la misma chabola de paredes de piedra y cemento y techos de uralita, pero en otra habitación separada, duerme su tía y dos primas. Ambas familias comparten el servicio donde yo no encontré el agua corriente (o quizá no tenía la llave adecuada para abrir el grifo) y donde una bañera a rebosar servía, tengo la impresión, como ducha bajo el clásico sistema del cazo. Dentro del hogar, dos habitaciones: un pequeño salón con la mesa y un sofá, y un único dormitorio donde las 7 personas se repartían las camas. Fuera de la casa, en la parcela, tres gallinas, una bonita colección de plantas y cactus, docenas de neumáticos apilados y una verja en mal estado que separa la casa de la carretera.

La familia de Sarah es feliz. El núcleo familiar, como sucede en África, es tan grande que las abuelas se hacen cargo sin problemas de sus nietos, y las tías de sus sobrinos. También me parece que es habitual encontrar madres solteras. Al parecer la sociedad no ve con buenos ojos que hombre y mujer vivan juntos si no se han casado, y una boda es cara, inasumible para la mayoría de las parejas. Así que esto no impide que, aunque no vivan juntos, sí tengas hijos. Lo que pase después con estas relaciones es otra historia que, muchas veces, es incómodo preguntar. “Men? Problem! ¿Hombres? !Problemas!” me dijo Sarah el día que la conocí.
El patio de la casa

Después de comer un sándwich y muchos pasteles me eché una siesta en una de las dos camas de la casa. No había intimidad, es imposible es un lugar así, aunque en cualquier caso yo no la necesitaba. Al despertar, el hermano pequeño, de unos 1 8 años, me pidió que le acompañara al “centro social”. Después de un breve paseo pos las polvorientas calles de Katutura donde los niños juegan descalzos al fútbol con un balón deshinchado, llegamos a un amplio local. Se trataba del centro social gestionado por la comunidad cristiana del suburbio. Un par de veces por semana reúnen allí a los adolescentes del barrio para charlar de varios temas y, básicamente, intentar mejorar su vida y prevenirlos de los problemas a los que sin duda se van a enfrentar viviendo en un lugar como Katutura: drogas y delincuencia. La presencia de un españolito no pasó desapercibida, y me pidieron que me presentara. Yo hice lo que pude pero el caso es que mis palabras debieron de gustar al “pastor” porque un momento después, en privado, me pidió que hablara a los chavales sobre mi propia experiencia, lo que opinaba de las drogas y el alcohol y que intentara motivarles en base a mi vida en España. Lo que podía haber sido algo digno de grabar no tuvo lugar porque, en ese momento, nos llamaron para volver a casa: otro momento importante del día estaba a punto de empezar.

Despedida antes de marchar a la boda
Uno de los motivos por los que Sarah me invitó a su casa era que le acompañara a una boda. ¡Una boda namibia! ¿Cómo iba a perdérmela? Yo pensé en algo refinado y elegante, aunque fuera un suburbio; pregunte por la vestimenta adecuada que debía llevar y me preocupé por el regalo que íbamos a hacer a la pareja. Cuando llegué a la boda comprendí que tantas preguntas eran innecesarias. La boda fue... africana. Improvisada, sencilla, humilde, informal. La ceremonia religiosa empezó dos horas más tarde de lo previsto. La “cena”; hora y media. En la puerta del local del convite observé asombrado cómo la gente hacía cola para entrar. Sólo cuando comprobé que no había mesas para todos los invitados entendí las prisas. Y sobre la comida, un humilde pero sabroso plato de albóndigas con un poco de ensalada.

La boda fue humilde pero la mesa de los novios era un derroche de creatividad
Dicen que una boda es una de las mejores maneras de conocer una cultura. Namibia no fue una excepción, aunque el hecho de que la boda fuera en el suburbio más humilde de la ciudad puede que le añadiera dramatismo. El caso es que mi día en familia con boda incluida me mostró una parte de Namibia que el 99% de los turistas ni siquiera imaginan, cuando regresan a sus casas con las cámaras llenas de retratos de cebras y jirafas.  

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