A veces suceden cosas extraordinarias.
Como que la recepcionista del hostel donde duermes en Windhoek, la
capital de Namibia, se convierta en tu amiga y, un día, decida
invitarte a su casa. “Soy de una familia humilde”, me dijo, “pero
me gustaría que conocieras a mi familia”.
“Genial, claro que sí, ¿donde vives?”. “En Katutura”
Katutura es el peor subirbio de la
ciudad, a unos 5 kilómetros del centro, y el lugar en el que viven
la mayoría de los habitantes de la ciudad. Es el resultado de la
segregación racial o Apartheid que también sufrieron los namibios
cuando estaban bajo control sudafricano, antes de su independencia en
1990. Katutura, también conocido como el Soweto namibio, es una
enorme ciudad de chabolas, calles polvorientas y habitantes pobres de
solemnidad que malviven esperando un trabajo en el centro de la
ciudad, y en donde el alcohol, las drogas y la delincuencia campan a
sus anchas. Pero yo esto último no lo vi,
ni lo sufrí, ni lo sentí, porque iba acompañado de un local, y eso
lo cambia todo.
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La familia al completo |
Sarah, mi amiga, me llevó a su casa,
el lugar donde vive cuando no está trabajando y donde sí habitan
todos los días el resto de su familia: su madre, sus dos hijos de 4
y 11 años y sus tres hermanos, una de ellos embarazada. En la misma
chabola de paredes de piedra y cemento y techos de uralita, pero en
otra habitación separada, duerme su tía
y dos primas. Ambas familias comparten el servicio donde yo no
encontré el agua corriente (o quizá no tenía la llave adecuada
para abrir el grifo) y donde una bañera a rebosar
servía, tengo la impresión, como ducha bajo el clásico sistema del
cazo. Dentro del hogar, dos habitaciones: un pequeño salón con la
mesa y un sofá, y un único dormitorio donde las 7 personas se
repartían las camas. Fuera de la casa, en la parcela, tres gallinas,
una bonita colección de plantas y cactus, docenas de neumáticos
apilados y una verja en mal estado que separa la casa de la
carretera.
La familia de Sarah es feliz. El núcleo
familiar, como sucede en África, es tan grande que las abuelas se
hacen cargo sin problemas de sus nietos, y las tías de sus sobrinos.
También me parece que es habitual
encontrar madres solteras. Al parecer la sociedad no ve con buenos
ojos que hombre y mujer vivan juntos si no se han casado, y una boda
es cara, inasumible para la mayoría de las parejas. Así que esto no
impide que, aunque no vivan juntos, sí tengas hijos. Lo que pase
después con estas relaciones es otra historia que, muchas veces, es
incómodo preguntar. “Men? Problem! ¿Hombres? !Problemas!” me
dijo Sarah el día que la conocí.
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El patio de la casa |
Después de comer un sándwich
y muchos pasteles me eché una siesta en una de las dos camas de la
casa. No había intimidad, es imposible es un lugar así, aunque en
cualquier caso yo no la necesitaba. Al despertar, el hermano pequeño,
de unos 1 8 años, me pidió que le acompañara al “centro social”.
Después de un breve paseo pos las polvorientas calles de Katutura
donde los niños juegan descalzos al fútbol con un balón
deshinchado, llegamos a un amplio local. Se trataba del centro social
gestionado por la comunidad cristiana del suburbio. Un par de veces
por semana reúnen allí a los adolescentes del barrio para charlar
de varios temas y, básicamente, intentar mejorar su vida y
prevenirlos de los problemas a los que sin
duda se van a enfrentar viviendo en un lugar como Katutura: drogas y
delincuencia. La presencia de un españolito no pasó desapercibida,
y me pidieron que me presentara. Yo hice lo que pude pero el caso es
que mis palabras debieron de gustar al “pastor” porque un momento
después, en privado, me pidió que hablara a los chavales sobre mi
propia experiencia, lo que opinaba de las drogas y el alcohol y que
intentara motivarles en base a mi vida en España. Lo que podía
haber sido algo digno de grabar no tuvo lugar porque, en ese momento,
nos llamaron para volver a casa: otro momento importante del día
estaba a punto de empezar.
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Despedida antes de marchar a la boda |
Uno de los motivos por los que Sarah me
invitó a su casa era que le acompañara a una boda. ¡Una boda
namibia! ¿Cómo iba a perdérmela? Yo pensé en algo refinado y
elegante, aunque fuera un suburbio; pregunte por la vestimenta
adecuada que debía llevar y me preocupé por el regalo que íbamos a
hacer a la pareja. Cuando llegué a la boda comprendí que tantas
preguntas eran innecesarias. La boda fue... africana. Improvisada,
sencilla, humilde, informal. La ceremonia religiosa empezó dos horas
más tarde de lo previsto. La “cena”; hora y media. En la puerta
del local del convite observé asombrado cómo la gente hacía cola
para entrar. Sólo cuando comprobé que no había mesas para todos
los invitados entendí las prisas. Y sobre la comida, un humilde pero
sabroso plato de albóndigas con un poco de ensalada.
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La boda fue humilde pero la mesa de los novios era un derroche de creatividad |
Dicen que una boda es una de las
mejores maneras de conocer una cultura. Namibia no fue una excepción,
aunque el hecho de que la boda fuera en el suburbio más humilde de
la ciudad puede que le añadiera dramatismo. El caso es que mi día
en familia con boda incluida me mostró una
parte de Namibia que el 99% de los turistas ni siquiera imaginan,
cuando regresan a sus casas con las cámaras llenas de retratos de
cebras y jirafas.
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