lunes, 31 de diciembre de 2012

Sol de África

Una sinuosa carretera costera separa el turístico pueblo de Hermanus, paraíso de los avistadores de ballenas, de la ciudad de Cape Town. El sol se pone por detrás del Cabo de Buena Esperanza, dejando atrás la Península del Cabo e iluminando el Atlántico a su paso

El final del invierno austral aún ofrece noches gélidas en el norte de Namibia. La puesta del sol en algún lugar del Parque Nacional de Etosha, tras un día completo avistando a los cinco grandes mamíferos, anuncia unas horas de frío que una buena tienda de campaña, un decente saco y una inmejorable compañía pueden solucionar

El conductor del mokoro surca las aguas del Delta del Okavango de regreso al campamento, tras haber visitado la laguna donde varias familias de hipopótamos retozan y se refrescan en las aguas dulces de este río


Un barco que recuerda a un vapor de otro siglo recorre al atardecer las aguas del Parque Nacional de Chobe, en Botsuana, donde los elefantes y las jirafas buscan la última comida del día mientras vigilan de lejos los movimientos de las manadas de hipopótamos.


Después de tirarse al vacío desde lo alto de su puente y recorrer los rápidos del Zambeze, contemplar la marcha del sol por detrás de las Cataratas Victoria, desde el lado de Zambia, es una ejercicio místico de relajación

En plena Wild Coast o Costa Salvaje de Sudáfrica, por detrás de los acantilados rodeados de bosques subtropicales, el astro desaparece dejando en calma tan vasta naturaleza


Inaccesible, aislada, rodeada de arena y fronteras impenetrables, la kilométrica playa de Ponta D'ouro en Mozambique es el primer paraíso de habla portuguesa en el que iba a ver salir el sol desde el Índico

Sólo hay que dejar de mirar por un instante la playa, el buceo, los resorts lujosos y el turismo de caipirinha, darse la vuelta, y admirar la imponente puesta de sol detrás de las plantaciones de cocoteros de Tofo, en Mozambique

El dhow o barco de velas mozambiqueño despliega el mástil al regresar del Archipiélago de Bazaruto, en el centro de Mozambique, y uno desea que el viento se pare y nuestro velero tarde horas en llegar a su destino

Playa de Fernâo Velosso, en Nacala, situado en el norte de Mozambique y donde llegar resulta tan complicado que la recompensa de atardeceres desde la ventana de la habitación como este resultan, si cabe, aún más sorprendentes

Un lago que parece un mar. Una playa que nos permite bañarnos en agua dulce. Unas islas accesibles a nado. El sol también desaparece en el Lago Malaui, donde el tiempo se para y los viajeros recapacitan si seguir hacia el norte o perderlo definitivamente

Seguimos viaje. Era noche cerrada. Lo que en Europa recibe el nombre de atardecer o crepúsculo
aquí apenas si dura unos minutos; a decir verdad, no existe. Se acaba el día y enseguida cae la noche,como si alguien, con un repentino movimiento de interruptor, desconectase el generador del sol. Sí, la noche inmediatamente se vuelve negra. En unos segundos nos hallamos en el interior de su núcleo más oscuro. (Extraído de libro Ébano de Ryszard Kapuscinski)

domingo, 30 de diciembre de 2012

Ibolución

Estos niños machacan caracolas para obtener
el cebo que usarán para pescar

¿Puede una Fundación española convertir una remota, pobre y abandonada isla de Mozambique en un lugar autosostenible y con futuro? Es posible. La isla de Ibo, con unos cuatro mil habitantes, cuya esperanza de vida ronda los cuarenta años y su economía, a pesar del tímido desarrollo del turismo, sigue dependiendo de la agricultura de subsistencia y la pesca tradicional, es un lugar ideal para poner en marcha ciertos proyectos de desarrollo y comprobar que dan los frutos esperados, en la dirección pretendida, con la sostenibilidad deseada. O eso debieron de pensar un grupo de españoles, con el empresario Luis Álvarez a la cabeza, cuando visitaron Ibo hace ahora más de diez años.

Pasear por Ibo, en prácticamente cualquier lugar de la isla, pero sobre todo en el bairro cementado, supone toparse a cada paso con huellas de la actividad de la Fundación. Si nos quedamos en la superficie, en el cartel, en el detalle de “Proyecto financiado por...” o “Iglesia rehabilitada gracias a...” pensaremos que estamos ante otra ONG o Fundación asistencialista más, una de aquellas que, en tiempos de bonanza de la AECID, de vacas gordas para la Cooperación Española, convirtieron a España en el mayor donante mundial de la provincia mozambiqueña de Cabo Delgado. Me cuentan que Pemba, la capital de la provincia, era hace escasos años un continuo ir y venir de funcionarios y cooperantes españoles que rechazaban la casa de huéspedes que el Ministerio de Exteriores tenía a su disposición para alojarse en el agradable Pemba Dolphin Hotel (se debió correr la voz de las excelentes hamburguesas que siguen preparando) y que Ibo y las demás islas de las Quirimbas, pertenecientes a la misma provincia, eran un bullir de ONG españolas donde los euros reconvertidos a meticales fluían con alegría.

Geográficamente, la provincia prioritaria que en la que se prevé una mayor concentración de recursos por las oportunidades que brinda a la Cooperación Española es Cabo Delgado. Para
actuar en estos sectores y zonas de mayor prioridad se utilizarán todos los instrumentos propios de la Cooperación Española incluyendo los adecuados a las inversiones más fuertes como apoyo presupuestario y ayuda programática, además del apoyo a la sociedad civil y esquemas planificados e integrados de asistencias técnicas”.

(Extraído del Documento de Estrategia País Mozambique de la Cooperación Española para el periodo 2005-2008. Agencia Española de Cooperación Internacional y Desarrollo. Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación).

Alumna del Atelié con la cara pintada
con muciro, una pasta blanca usada como
protector solar
Poco queda de aquellos días felices para la Cooperación Española y en concreto para sus proyectos en Cabo Delgado, y desde que el Gobierno decidió reducir el presupuesto del Ministerio para ayuda exterior, sólo las ONG/Fundaciones con ayuda privada o que lo estuvieran haciendo realmente bien han sobrevivido. Ya conocí, a fondo, a un buen ejemplo durante mi estancia en Mozambique. La Fundación IBO es el segundo caso que conozco. Su proyecto para la isla da pasos lentos pero seguros y tienen muy claro que todo lo que hacen es por y para la comunidad local, contando con ellos, integrándoles en los proyectos y persiguiendo un desarrollo sostenible para que, en algún momento, los cuatro mil habitantes de la isla, casi la mitad de los cuales tiene menos de quince años, puedan convertirse en un espejo para el resto del pobre, muy pobre Mozambique.

La Fundación funciona, me atrevo a decir, porque Luis e Isabel trabajan para ella. Esta pareja de andaluces, un regalo para mi viaje, un ejemplo de hospitalidad, y que hace unos años visitara la isla de vacaciones, suma ya más de siete viviendo y desviviéndose para sacar adelante los proyectos de la Fundación. La manera en la que me explican aquello a lo que dedican su tiempo me indica que creen en su trabajo. Una mañana, Isabel saca un poco de tiempo para hacerme la tourné por el centro de Ibo y visitar los proyectos en marcha. Primera parada: el centro nutricional. En el interior de un precioso edificio reconstruido y situado en la calle principal de la isla, docenas de niños están recibiendo el desayuno cuando entro por la puerta, y todos se quedan con la cuchara en la mano y los ojos bien abiertos cuando ven aparecer a un blanco cuya cara no les es familiar. En sus platos han servido papas, una pasta nutritiva a base de fruta de temporada (mango, papaya, banana) y harina de mandioca, al parecer el aporte nutricional más adecuado para evitar la malnutrición (que afecta a una importante parte de la población local), culpable de casi la mitad de la mortalidad infantil e igualmente sostenible, pues es elaborado con ingredientes locales que los propios habitantes de la isla venden a la Fundación. Unas diez personas, entre ellas una nutricionista española, trabajan en este centro al que diariamente acuden docenas de niños y bastantes menos madres, ocupadas en trabajar en el campo o cuidar de la casa. Aquellas que se pueden permitir el lujo de pasar aquí la mañana (normalmente madres primerizas y jovencísimas) reciben formación sobre cómo alimentar a sus hijos, cómo nutrirse durante el embarazo o cómo mejorar la higiene familiar.

La impresionante carpintería
Tras el centro nutricional, una breve parada en el proyecto de la carpintería. Impacta observar a los aprendices, todos ellos jóvenes analfabetos de la isla, seguir las indicaciones de su maestro, también un mozambiqueño que ha aprendido la profesión hace no tanto, para aprender a medir, cortar, lijar y pegar la materia prima y fabricar bancos, sillas, butacas, marcos o cualquier otro bien de madera. Cada año unos diez nuevos carpinteros se forman en esta escuela, y durante sus prácticas manufacturan todo tipo de productos que se venden a la comunidad, a extranjeros (hoteles u otras ONG de la provincia) o a la propia Fundación Ibo, que los necesita para el resto de sus proyectos. Sus herramientas, si bien antiguas, conservan la robustez de antaño, la fiabilidad de esos cepillos, berbiquís o escoplos parecidos a esos con los que algunos hemos visto trabajar a nuestros abuelos. El gerente de la carpintería nos presta la llave de la Iglesia de Sâo Joâo, junto enfrente de la carpintería, para que Isabel me pueda mostrar los trabajos de rehabilitación de la misma. Más allá de haber rehabilitado una iglesia, no especialmente bonita ni especialmente necesaria en una comunidad mayoritariamente musulmana, este proyecto sirvió para que la carpintería tuviera trabajo durante semanas en la confección de bancos, marcos, puertas y el propio altar.

Inolvidable Atelié de costura
Unos metros más adelante, comprobamos el estado de las obras de la Escuela de Oficios de Ibo, un proyecto que, cuando esté concluida su sede y contratados sus profesores, impartirá a la comunidad local clases de electricidad, fontanería, mecánica, nuevas tecnologías, energías renovables (¿sabéis cuánto sol tienen aquí?), turismo y horticultura, entre otros. De nuevo, el proyecto pretende crear un círculo ni vicioso ni viciado en el que la comunidad local se beneficie de su propio trabajo y los habitantes de Ibo (que ¿para qué negarlo?, igual que la gran mayoría de los mozambiqueños, no tienen la más mínima formación en ninguna área) sean capaces de trabajar para el incipiente turismo, la construcción o, por supuesto, mejorar sus técnicas agrícolas. Unos metros más adelante, y también en obras, encontramos el futuro hotel de la Fundación Ibo, un proyecto pensado para dar trabajo a los alumnos de la escuela de oficios pero también para financiar, en el futuro, otros proyectos de la Fundación.

Y, finalmente, tras atravesar un pequeño jardín botánico y el enésimo pozo rehabilitado por la Fundación, llegamos a la conocida fortaleza de la isla, en cuyo interior me esperan dos de los proyectos más llamativos que Isabel ha querido dejar para el final. El primero es el Museo Naval, un pequeño pero coqueto centro divulgativo de la vida pesquera de la isla, construido a base de donaciones particulares y con una curiosa colección de velas, mástiles, mapas y pececitos de colores fabricados a base de chanclas recicladas. El segundo, justo enfrente, es el inolvidable Atelié de costura: una tienda-taller de ropa en el que mujeres y niñas de la isla aprenden a diseñar, coser y confeccionar prendas que se ponen a la venta en la tienda conjunta. Manejando con energía una máquina de coser de las que se accionan con el movimiento de los pies, una adolescente le da los últimos retoques a una blusa verde que se habría de convertir en mi regalo de Papá Noel para una persona muy especial.

Isa, Luis y Benjamín
Termino la visita. Isabel tiene que continuar preparando unas prendas. Luis está finiquitando un presupuesto. Yo fantaseo con, algún día, recorrer en bicicleta el camino que separa la fortaleza de mi casa. Para eso tengo que tener una casa en Ibo. Y antes de ello tengo que encontrar un motivo para asentarme allí, o mejor dicho, hallar la manera de ser util a la comunidad. Soñar es gratis. El trabajo de Luis e Isa transformando una remota y perdida isla del Índico en un lugar con futuro es impagable. Y que cada veinticuatro de junio, día de San Juan, tengan ademas la energía suficiente para organizar la regata local, la guinda del pastel que están regalando a este a este precioso lugar.  

jueves, 27 de diciembre de 2012

El penúltimo paraíso


Un moderno y peculiar embarcadero de madera financiado por la Agencia Española de Cooperación Internacional a un precio exageradamente elevado y ya bastante castigado a pesar de sus pocos años fue mi primer contacto con la isla de Ibo, en pleno centro de las Quirimbas. Allí, el dhow (barco de vela) reconvertido a catamarán y manejado de manera precipitada por su capitán atracó a base de golpes que explicaban el por qué del prematuro desgaste de dicho muelle. Una docena de niños que ofrecen sus servicios como guías de la isla, un grupo de hombres dispuestos a cargar con cualquier mercancía que llegue del continente y algún pescador apurando la venta de cangrejos o calamares me dieron la bienvenida al penúltimo paraíso de Mozambique que habría de visitar.

Ibo, la más conocida de las ínsulas del archipiélago de las Quirimbas, es una de las más de veinte islas que forman este mágico conjunto de extensiones de arena blanca rodeados de manglares, fascinante historia y pausado ritmo. La corriente eléctrica, cuya presencia no ha cumplido aún el año de vida en la isla, el funcionamiento de los teléfonos, aunque no con regularidad ni fiabilidad, o la existencia de un pequeño aeródromo para avionetas que comunican la isla con Pemba no parecen haber revolucionado el ritmo de una isla que vive de manera tranquila, al ritmo de sus mareas altas o bajas, muertas o vivas que marcan los tempos de la pesca, los transportes a tierra continental o los desplazamientos a las islas vecinas. Ibo, un acrónimo portugués que significa Isla Bien Organizada, fue durante siglos un puerto comercial, sobre todo para el tráfico de esclavos. Los árabes primero y los portugueses después dejaron su huella en este pedazo de tierra con forma de pica, poblada por cerca de cuatro mil personas, la mayoría de las cuales habitan unas viviendas que se amontonan en barrios mal organizados. El bairro cementado, la zona noble de la isla, con los edificios administrativos, hoteles, el embarcadero y sus desvencijadas mansiones coloniales son pura regresión al pasado rodeado de absoluta decadencia.

Del paso de los colonizadores portugueses han quedado tres fuertes, el más importante de ellos el de Sâo Joâo, con particular forma de estrella y en cuyo interior un coqueto museo naval y un taller-tienda de costura, ambos promovidos por la Fundación Ibo, ya compensan la visita; de los chinos, y en concreto de alguna importante familia que habitó en la isla, aún permanecen algunos edificios de particular arquitectura asiática; y de los árabes, sobre todo, el idioma kmwuani, un dialecto de swahili, y culpable de que los niños le griten “¡mzungu! ¡mzungu!” a los turistas blancos que se tuestan al sol de la isla. El mzungu, literalmente “el que da vueltas sin destino fijo”, es como el blanco lleva siglos siendo denominado en este lugar del mundo. Algunas coquetas mezquitas, situadas en los barrios pobres, nos recuerdan que, efectivamente, una inmensa mayoría de la población local es musulmana.

De todo ello sabe, y mucho, el incombustible señor Joâo Baptista, llamado así por haber nacido un 24 de junio de hace 87 años, “Consejero e historiador de la isla de Ibo, tercer oficial de la Administración Estatal jubilado”, según reza el cartel que cuelga en la puerta de su casa y en la que invita a todos los que tengan ganas de escuchar su particular visión de la isla y su propia vida, cuajada a base de trabajar para los colonos portugueses primero y la administración de Mozambique independiente después. Al señor Joâo Baptista quizá le bailen algunas fechas, pero poco importa: el entusiasmo con el que narra, en un perfecto portugués, la vida en época de la colonización lusa, la independencia, la guerra civil (“fue una broma, poca cosa”, asegura) o los desmanes de la administración actual no tienen precio. Este antiguo funcionario aún mantiene la responsabilidad de velar por el buen funcionamiento de la isla, cuya historia conoce como nadie, y por ello presume de escribir regularmente cartas al Gobernador de la provincia de Cabo Delgado alertando si las cosas en Ibo no se están llevando a cabo de la manera adecuada. Con orgullo, el señor Joâo muestra las libretas donde ha acumulado cientos de páginas manuscritas con anotaciones de su vida, de la historia de Ibo, de la época colonial, de la felicidad tras la independencia. Sin perder la sonrisa, con ilusión todavía porque esos papeles puedan algún día tener forma de libro y esperando a un nuevo turista que le quiera invitar a una coca-cola y dejarle cincuenta meticales de propina, el más importante octogenario de las Quirimbas le recuerda a uno aquello del envejecimiento activo cuyo Año Europeo está a punto de terminar.

Aún no se se ha sacudido uno el encanto decadente de las calles principales de Ibo cuando, guiado por un adolescente, se enfila el camino del manglar rumbo a la isla de Quirimba. A lo largo de ocho kilómetros de barro en el que los pies se quedan clavados, atravesando una tupida jungla tropical de densas nubes de mosquitos que no entienden de hora del día y con un calor asfixiante, es posible llegar a la isla que da nombre al archipiélago. Quirimba es más pequeña y menos poblada que Ibo, pero además tiene mucha menos agua que ésta, la electricidad no ha llegado si no es en forma de generador de gasolina y en ella sus niños, menos acostumbrados aún a los turistas, juegan al fútbol enfrente de la ruinosa iglesia mientras sus padres secan pescados al sol para mandarlos a alguna ciudad del continente o cambiarlos por gasolina. Llegar a Quirimba andando, tras sobrevivir al manglar, con la marea baja, desde el lugar en el que te deja un barquito de madera empujado por una pértiga al más puro estilo mokoro del Delta del Okavango es una experiencia difícil de olvidar.

Quizá Ibo no tenga playa. Seguramente su oferta de ocio no sea la mejor de Mozambique. Y es cierto que escasean los centros de buceo en los que disfrutar de su imponente vida marina. Pero no importa. Ibo es especial, particularmente si eres capaz de dejarte seducir por su ritmo tranquilo o tienes la suerte de que unos españoles te acojan con cariño. Luis e Isabel, de la Fundación Ibo, te abren las puertas de la isla para hacerte sentir como si tú también llevaras años viviendo en ella; y Benja Ojeda, periodista reconvertido a gerente de hotel, te mima de forma espectacular a base de pulpo a la parrilla, alioli casero y chupitos de anís. ¿Se puede uno sentir casi como en casa en medio de un archipiélago en pleno océano Índico? Parece que sí, pienso uno mientras una avioneta que tarda dieciocho minutos en dejarme en Pemba sobrevuela el Archipiélago de las Quirimbas después de despegar del más pequeño aeropuerto del que jamás yo haya hecho uso.  

sábado, 22 de diciembre de 2012

Una manera de encontrar el norte


Una mañana de diciembre, un viajero hizo la última foto al baobab más famoso de Vilanculos antes de tomar una chapa que, veinte kilómetros más tarde, le dejaría en el cruce de la N1, la carretera Norte-Sur más importante de Mozambique. Allí, en compañía de dos suizos que también buscaban el norte, bajo un sol de justicia, permaneció más de cinco horas antes de que un autobús cuyo lema corporativo era “orgullosos de ser mozambiqueños” le transportara, por última vez con comodidad, a la ciudad de Beira.

Mayoría musulmana en el norte de Mozambique
Atraído por el hecho de que Beira, la segunda ciudad en tamaño e importancia de Mozambique, era también la única gran urbe del país no gobernada por el Frelimo (el partido que inició la guerra contra los colonos portugueses, logró la independencia de Mozambique y, treinta años después, mantiene el poder casi absoluto del país), el viajero decidió hacer noche allí, a pesar de que ninguna de las pensiones que visitó antes de optar por dormir en una de ellas se parecía en nada a un lugar plácido en el que descansar. Consciente del escaso interés turístico de la ciudad optó por dormir, la noche siguiente, en la estación de autobuses, rodeado de cientos de personas más y un árbol de navidad, antes de, a las cuatro de la madrugada, subir a un autobús mucho menos cómodo que el anterior que tenía destino Quelimane. A mitad de camino, ya de día, habría de atravesar el puente de reciente construcción sobre el río Zambeze, que da nombre a la extensa provincia mozambiqueña de Zambezia, y entonces el viajero recordó que, dos meses atrás (¡dos meses!) había sorteado a bordo de una pequeña embarcación los rápidos del mismo río; había contemplado su ingente caudal desde las alturas antes de saltar sobre el mismo y, al borde del precipicio de sus más famosas cataratas, había escuchado las palabras del guía que aconsejaba no alejarse de la poza donde se bañaba si no quería “llegar al Índico a través de Mozambique sin necesidad de visado”.

Bici taxi en Quelimane
Nuestro mochilero sabía de la crueldad con la que la guerra se ensañó con la ciudad de Quelimane, pero desconocía que era además una de las ciudades más pobres del país. Después de comprobar que su antigua catedral era el refugio actual de numerosas personas sin hogar, que los cinco restaurantes que su guía le recomendaba estaban ya cerrados o habían sido reconvertidos en comedores para la comunidad china y que la masiva presencia de bicicletas-taxi se debía, sobre todo, a la falta de recursos de sus ciudadanos y la escasez de gasolina, optó por abandonar la ciudad a la madrugada siguiente. Así, a las tres de la madrugada, vagó durante un rato por sus calles atestadas de ratas buscando un taxi, hasta que una bicicleta apareció para acercarle a la estación. Cargado con su macuto a la espalda, dejando que el bici-taxista colgara de su pecho una pequeña mochila, y tras el trámite de hinchar unas ruedas cuya presión no soportaban semejante peso y recorrer dos kilómetros, el viajero logró subir a su autobús cinco minutos antes de la partida, sorprendentemente puntual en esta ocasión.

Un uso, un precio
Diez horas después, tras atravesar docenas de ríos, varios cruces de carreteras donde los vendedores se agolpaban para intercambiar meticales por mangos maduros, avistar algunas de las primeras formaciones montañosas de Mozambique y penetrar en la provincia de Nampula, ese mochilero llegó a la ciudad del mismo nombre. Allí, avisado del peligro que corría un blanco con un macuto a la espalda, decidió no alejarse de la terminal de autobuses, donde conoció, por primera vez en su vida, un aseo público que cobraba en función del uso que se hiciera del mismo: ducha, un precio; usos mayores, otro coste; usos menores, el menor de los valores. Tras abonar la tarifa correspondiente, optó por subirse a otra chapa para alejarse de la soporífera ciudad y confió su destino a un cobrador con síndrome de acondroplasia que le prometió acercarle no a Nacala (destino oficial del minibús al que se subió), sino a la playa de Fernâo Velosso, en la que nuestro protagonista quería desembarcar finalmente. Tras doscientos kilómetros, el pequeño cobrador le invitó a bajarse del minibús y le subió a una motocicleta-taxi que le iba a acercar hasta la playa. De nuevo con su macuto a la espalda y encomendando al piloto la carga de la otra mochila, ambos enfilaron los pocos kilómetros que separan Nacala del lugar donde iba a dormir este viajero. Sin embargo, a mitad de camino, y cuando la noche hubo caído sobre la carretera, el motorista se paró. Gimoteando, a punto de romper a llorar, le dijo a nuestro viajero “Patrâo (jefe), tengo miedo. Carretera llena de bandidos. Noche. Tengo miedo”. Y las palabras de Kapuscinky en “Ébano” vinieron de inmediato a su cabeza:

En África, los conductores evitan viajar de noche: la oscuridad los inquieta. Le tienen tanto miedo que a menudo se niegan a conducir después de la puesta del sol. He tenido muchas ocasiones de observarlos cuando, a pesar de todo, se veían obligados a viajar de noche. En lugar de dirigir la vista hacia adelante, empiezan a lanzar miradas nerviosas a los lados. Sus rostros adquieren rasgos tensos y acusados. En sus sienes aparecen gotas de sudor. A pesar de que los caminos están llenos de baches, hoyos, socavones y rehundimientos, en lugar de reducir la marcha, aceleran y corren a todo meter con tal de llegar a un lugar donde haya gente, donde se oiga bullicio y brille la luz. Al conducir de noche, sin razón alguna, son presas del pánico; haciendo un sinfín de movimientos inquietos, se encogen tras el volante, como si alguien hubiese abierto fuego cruzado sobre el coche”.

Con el empleo de bonitas palabras tranquilizadoras primero, un poco más intensas más tarde y aumentando la cantidad que se iba a abonar por el servicio finalmente, consiguió que el conductor de la motocicleta venciera su miedo y le acercara al hostel de destino. Cualquier otra alternativa, de noche, cargado con su equipaje, en un lugar desconocido y en medio de una carretera “llena de bandidos”, hubiera sido muy poco agradable y nada recomendable.

Takumi y sus amigos
En Nacala, una espantosa ciudad cuya industrialización crece por minutos, el mochilero conoció a dos cooperantes portuguesas que le invitaron a una fiesta navideña en la que niños procedentes de orfanatos de la región y escuelas problemáticas representaban números musicales, danzas o pequeños conciertos. Todo quedó en segundo plano cuando un grupo de voluntarios japoneses hizo aparición ataviados con quimonos y, al ritmo de una estridente música que el viajero recordó haber escuchado en algún centro recreativo lleno de ludópatas de Tokyo, representaron un número musical que dejó boquiabierto a la comunidad mayoritariamente musulmana de la ciudad de Nacala, asistente al evento. Unas horas después, unos colombianos que buscaban su particular Dorado en Mozambique le invitaron a ver un partido de fútbol a su hogar. La vivienda, protegida por un vigilante con el brazo roto tras un accidente de bicicleta y que mostraba orgulloso su arco con flechas que, debido a su lesión, era incapaz de empuñar, fue testigo de una confraternización latina con el fútbol como nexo de unión, y allí pasó nuestro viajero momentos de feliz surrealismo con aquellos dos higueputas antes de, a las tres y media de la madrugada, subirse a bordo de un nuevo vehículo.

Lo último en seguridad privada
Un autobús, sorprendentemente parecido a los que la Empresa Municipal de Transportes de Madrid retiró de la circulación hace más de una década, y cuya velocidad máxima era de 40km/h, recorrió el trayecto entre Nacala y Pemba, de unos 350 kilómetros, en poco más de catorce horas y media. A bordo del mismo, madres de cuatro hijos embarazadas del quinto se sentaban pacientemente en el suelo a la espera de llegar a su destino mientras el vehículo, en algunas subidas pronunciadas, debía parar el motor, volver a arrancar y, en primera, alcanzar el punto en el que la pendiente hacia abajo le permitía aumentar su velocidad. En Pemba, capital de la provincia de Cabo Delgado, ciudad que domina una de las bahías más grandes del planeta y en donde un arrecife de coral a escasos metros de la costa permite un buceo tan fácil como espectacular, el viajero decidió descansar un par de días en búsqueda de algo más de información sobre cómo el descubrimiento de una de las mayores bolsas de gas del mundo habría de afectar a la ciudad en los próximos meses.

Dos madrugadas después, un pareja de españoles iban a llevar en coche al viajero durante doscientos kilómetros hasta Tandanhangue, punta más oriental de la zona norte del país, donde un catamarán de fabricación casera, compuesto por dos pequeñas canoas atadas en los extremos de un pequeño barco de vela, le transportó hasta la isla de Ibo, en el corazón del Archipiélago de las Quirimbas. En aquel lugar, prácticamente carente de vehículos a motor, donde la electricidad era casi tan novedosa como la presencia del mochilero, dos mil kilómetros y una semana después, el viajero descansó. 

domingo, 16 de diciembre de 2012

La chapa


El primer español que conocí en mi viaje, un barcelonés de unos cuarenta años que acababa de aterrizar en Cape Town procedente de Mozambique, me dijo: “Es un lugar fantástico, pero los transportes... usan unos autobuses que en lo que meten absolutamente todo lo posible y un poco más. Viajar en ellos se tolera unos pocos kilómetros, no más”. Sin dar mucha importancia a sus palabras, creyendo que exageraba, olvidé lo que dijo. Y tres meses después, cuando en Ponta D'ouro tomé mi primera chapa con destino Maputo, sus palabras, súbitamente, volvieron a mi cabeza. Efectivamente, viajar en Mozambique sin hacer uso del avión ni del coche particular es un ejercicio de fe, superación, autocontrol y paciencia. La simple decisión de utilizar transporte público para afrontar una distancia superior a los treinta kilómetros implica dedicar una mañana, una tarde, quizá un día entero para cumplirla, pero sobre todo supone aceptar las estrictas reglas del transporte mozambiqueño que se basan en una única norma: todo es posible.

Versión pick-up sin techo
El protagonista indiscutible de los medios de transporte en este intenso país es la chapa. Podemos encontrar chapas de muchos clases: coches pick-up (con el maletero abierto) donde la carga no serán ladrillos sino personas; versiones mejoradas del pick-up con una estructura metálica soldada al vehículo y que incorpora un techo de paja; o autobuses medianos con unos treinta asientos (también conocidos como machibombos). Pero sin duda alguna, la estrella, lo que le da nombre y el responsable del 99% de los desplazamientos por Mozambique es la chapa, una furgoneta marca Hiace o Toyota, de veinte o treinta años de antigüedad, con unos catorce asientos divididos en cuatro filas y con una puerta lateral corredera por donde entra y sale el sufrido pasajero. No hay chapa sin mensaje escrito en su parabrisas, en letras grandes, sentenciando cosas como “Descubre quién soy”, “Dios es el único camino” o “Carretera del Infierno”, del mismo modo que no hay chapa sin un buen sistema de audio que se precie y que, a un volumen adecuado para que todos los viajeros podamos ser incapaces de dormir, nos presentará los grandes éxitos mozambiqueños del momento.

Human Tetris
Una chapa cuenta, inevitablemente, con dos protagonistas antagónicos y complementarios: el motorista y el cobrador. Uno no puede vivir sin el otro pero sus objetivos y tempos son no sólo diferentes sino muchas veces opuestos. El motorista tiene una única misión: conducir la chapa hasta el destino parando en todos aquellos lugares donde alguien levante un brazo para subirse o hayan solicitado parada para apearse. El motorista no mueve un dedo antes de que el vehículo arranque y empiece a moverse, tan solo dormitará en su asiento de piloto hasta que le indiquen que el coche está lleno y podemos salir. Su objetivo, una vez en marcha, será llegar a la siguiente terminal lo antes posible, sin importarle el número de personas que transporte y menos aún la manera en la que éstas se amontonen en la parte trasera del vehículo que maneja. El cobrador, por el contrario, trata con el cliente y su principal motivación es llenar la chapa de cuantos viajeros sea posible, ya que su beneficio dependerá de ello. En la estación de autobuses o terminal, el cobrador estará buscando clientes, negociará con ellos (en caso de desplazamientos largos) el precio, les buscará un asiento, reparará las sillas desvencijadas para convencer a clientes dubitativos de que ese asiento soportará el viaje y colocará los macutos, los sacos de arroz, las garrafas de aceite o las jaulas de gallinas de la manera más ordenada posible, con el fin de que todo quepa en el vehículo. Y es que el viajero paga por su persona pero también por su carga, por lo que toda mercancía dentro de la chapa es más beneficio para el cobrador.

La imponente y atenta figura del cobrador
Ya en ruta, el cobrador es el interlocutor con los viajeros, que le informarán gritando “paragem” de que se quieren apear en los próximo metros. He visto como los viajeros, aún cuando estén sentados en el asiento del copiloto, hablaban con el cobrador para anunciarle su intención de bajar y éste, obviamente, informaba a continuación al motorista de que se parara cuando pudiera. El cobrador, por definición, cobra, y salvo excepciones el pago se hace cuando el usuario se baja de la chapa. A veces el cliente no tiene los meticales suficientes, o no sabía o quería saber el precio del trayecto, por lo que empieza una acalorada discusión entre cobrador y cliente mientras el motorista, ajeno a todo ello, hace sonar su claxon porque quiere continuar marcha lo antes posible. Pero sólo podrá hacerlo cuando el cobrador, ya a bordo, golpee la puerta lateral de la chapa para indicar que todos estamos a bordo y se puede continuar.

Las chapas más corrientes tienen cuatro filas de tres asientos cada una y un pasillo lateral por el que se accede a las filas posteriores. Pero ese pasillo desaparece cuando, ya en marcha, un asiento doblado y abatido se convierte en el cuarto de la fila. En la práctica, esto supone no sólo una importante estrechez, sino que cada vez que un viajero de la segunda, tercera o cuarta fila debe apearse, todas la filas delanteras deben moverse, sus ocupantes salir de la chapa, permitir doblar las sillas del pasillo y a continuación reestructurar de nuevo a todos los pasajeros, para que los huecos libres del fondo se vuelvan a llenar y quede sitio para los nuevos clientes. En trayectos cortos es prácticamente imposible terminar el camino en el mismo lugar en el que se empezó y sólo los lugares pegados a las ventanas opuestas a la puerta lateral permiten este pequeño lujo, además del privilegiado asiento del copiloto, aquel que los viajeros más expertos nos rifamos por ser el más cómodo, espacioso y seguro (ya que cuenta con cinturón de seguridad).

Para desplazamientos más largos,
el confortable machibombo
¿Y el equipaje? En Mozambique (y en el África que he conocido) nadie viaja sin equipaje, incluso en un trayecto corto. Si nos desplazamos es obvio que vamos a aprovechar el viaje para mover mercancía de un lugar a otro, y la chapa cargará con ella igual que lo hace con nosotros. Así, dentro del pequeño autobús nos encontraremos bidones de agua, sacos de cebollas, bolsas gigantes de gusanitos naranjas, chapas de cinc para cubrir el tejado de una chabola, cestos de mimbre rebosantes de mangos y todo tipo de maletas, maletines, bolsas y bolsos. Esta mercancía se coloca, primero, bajo los asientos, lo que en la práctica supone la imposibilidad de estirar las piernas. A continuación, se rellenan los huecos situados detrás de los asientos del piloto y copiloto. Posteriormente la carga restante descansará sobre las rodillas de los pasajeros. Y si queda material por cargar, se hará en la parte superior del vehículo, sujeto por unas cuerdas y con dudosa estabilidad.

Como si de aquella historia del maestro que, introduciendo en una vasija unas rocas grandes primero, unos guijarros después, arena más tarde y finalmente agua, demostró a sus alumnos que muchas veces es posible seguir colmando algo que creíamos ya lleno, en una chapa “siempre entra algo más”. Para el ojo clínico del cobrador siempre habrá espacio para que los viajeros, cual piezas de Tetris que caen dentro de un horno tropical sin ventilación, encajen sus cuerpos y cabezas con el resto de compañeros de viaje, en un acto de costumbre, resignación o masoquismo. Eso explica que el cobrador anuncie la próxima parada, puesto que para la mayoría de los viajeros, su ubicación dentro de la chapa le impide por completo saber en qué lugar nos encontramos.

No sólo son personas lo que siempre pueden continuar llenando el habitáculo, sino también mercancía. Una vez vi como en una parada un mozambiqueño compraba una “cama” de paja, la esterilla de playa tal y como nosotros la conocemos, y dicho rollo amarillo de dos metros de largo desaparecía por la ventana trasera de la chapa para colocarse quién sabe dónde en el interior del ya sobrecargado vehículo. Y es que, en desplazamientos largos, cuando un minibús llega a un pueblo o cruce de carreteras (lo que en Mozambique conocen como cruzamento) alrededor de él se agolpan docenas de acelerados niños vendiendo bocadillos, fruta, anacardos u objetos de uso cotidiano, como cestos, sombreros, cepillos de dientes o papel higiénico. El motorista parará el tiempo que el cobrador considere oportuno, y poco le importará que la transacción entre comprador y vendedor haya finalizado o no. Hace pocos días, un niño de menos de diez años se subió a la chapa ya en marcha, entrando por la ventanilla en la que se situaba mi asiento, reclamando a mi compañera de viaje diez meticales que, según el chico, la señora le debía. Del mismo modo que se subió en movimiento se bajó de la chapa, también por la ventana e igualmente en marcha.

No se conoce Mozambique hasta que no se monta uno en chapa. Pero no vale con pararla en el camino y subir para un par de kilómetros. Es conveniente saborear los horas que el vehículo tarde en llenarse en la terminal antes de emprender camino, observando con atención el meticuloso proceso. Es necesario contemplar con asombro el espectáculo animal de una chapa llena, desde el cómodo asiento del copiloto pero también desde el interior del enjambre en su parte trasera. Y es imprescindible conocer dónde están los límites de nuestro propio aguante cuando, sujetando sobre las rodillas nuestro macuto y contemplando por la diminuta ventana un nuevo soborno para que un policía de tránsito nos deje continuar, uno se pregunte si no hubiera sido mejor hacer ese trayecto subido a un avión de la LAM, esa línea aérea que la Unión Europea tiene prohibido operar en Europa por considerarla de alto riesgo.

sábado, 15 de diciembre de 2012

El plácido Sur


plácido, da.
(Del lat. placĭdus).
1. adj. Quieto, sosegado y sin perturbación.
2. adj. Grato, apacible.

Maputo es una capital lo suficientemente grande como para merecer una mayor densidad de albergues para mochileros viajeros que la que tiene. Su oferta se reduce, salvo dos desconocidas excepciones, al legendario y animadísimo Fatima's, una institución en Mozambique y por el que, antes o después, parece que terminan pasando todos aquellos que pisan este intenso país. Del Fatima's, cada día, a las cinco y media de la mañana, salía un autobús privado conocido como el “Tofo shuttle” que dejaba a los viajeros en la playa de Tofo, en concreto en el otro albergue Fatima's. Al parecer este transporte nunca se llenaba de turistas y la solución fue pedir al autobús regular de Tofo que sale de Maputo que diera prioridad a los turistas del albergue, aunque estos piensen que a la mañana siguiente, un “cómodo bus” les llevará a la playa. En la práctica, una estafa: Fatima's cobra el doble por montar al mochilero en el mismo autobús del que cualquier mozambiqueño hará uso a mitad de precio.

Conexión Tofinho
Desahogos y denuncias aparte, lo cierto es que llegar a Tofo, en la provincia de Inhambane, después de dejar atrás a la ciudad del mismo nombre, supone una relajación completa, un desahogo playero, una felicidad para el viajero de bajo coste ansioso de playa diurna y pistas de baile nocturnas. Y por algún motivo que, dos estancias diferentes después, aún no he conseguido averiguar, Tofo resulta ser el punto de encuentro de todo y de todos: los locales espabilados, los turistas ocasionales, los expatriados ansiosos de desconexión y los viajeros sin rumbo fijo, como el que escribe. Es en Tofo, un minúsculo pueblo al que se accede después de una atravesar una carretera flanqueada por exuberantes campos de palmeras y plantaciones de cocoteros, comunicado por calles de arena y entregado sin disimulo a su preciosa playa, donde uno puede ser protagonista de fines de semana inverosímiles. Como aquel en el que un grupo de inagotables canario-catalanes le confunden a uno con un vasco, pero aquella confusión se convierte en tres días compartiendo buceo, cenas con langostas y surrealismo nocturno, al margen de noches desprovistas de mosquitera y de todo lo demás. Donde la “conexión Tofinho” (Tofinho es una playa cercana a Tofo, al parecer paraíso de los surfistas y del turismo de más dinero) empieza a tejer unas redes en las que los empleados del centro de buceo te presentan a camareros de la discoteca local que se ganan la vida seduciendo a extranjeras que quizá, previamente, hayan conocido en el Fatima's de Maputo y que, probablemente, volverán a encontrar en la ciudad donde trabajan como cooperantes. Sí, amigos, los y las cooperantes también se permiten coqueteos de placidez.


Paseos playeros que tardan
semanas en completarse
Tofo es un safarí marino para bucear con tiburones ballena, mantas raya y morenas de colores; Tofo es un bar donde ondea la senyera y la mujer del dueño, catalán claro, prepara la mejor tortilla de patatas de Mozambique mientras su marido mira el fútbol; Tofo es un curso de geografía express adivinando el origen de la colección de banderas que ondean en el mítico pub Dinos; Tofo es negociar el precio por kilo del peixe que los pescadores descargan un poco antes del atardecer, en la playa, y que alguna mujer del mercado cocinará allí mismo por treinta meticales; Tofo es correr por la playa hasta que se hace de noche, llegando hasta donde viven aquellos que son de allí, que no comen pescado sino caril de coco machacado, aquellos que nunca se bañan en la playa, aquellos que jamás podrán permitirse una inmersión. Tofo es plácido y, para algunos afortunados, también placer.


Isla de Bazaruto, la que da nombre al Archipiélago
Una chapa recorre los 20km desde Tofo a la cidade, donde un breve paseo conduce hasta el embarcadero. Allí, un increíblemente sobrecargado barquito, cuando se llena por completo, cruza la relajada bahía de Inhambane y llega a Maxixe, atravesada por la principal carretera Norte-Sur de Mozambique, y donde cualquier autobús, chapa o similar nos llevará a Vilanculos, el último refugio accesible y plácido del sur. Vilanculos es igual a Archipiélago de Bazaruto, un paraíso natural de islas vírgenes y de difícil acceso, colonizadas por algunos de los resorts más caros del planeta y frecuentadas, dicen, por algunos de los más famosos, ricos y alérgicos a las masas personajes del globo. Bazaruto, seis islas de arena blanca y agua azul turquesa, Parque Nacional desde hace más de cuarenta años, al que se accede tras una hora en lancha rápida o tres horas en barquito de pescadores, es motivo suficiente como para animarse a cruzar el Trópico de Capricornio y, de paso, atontarse contemplando cómo los barcos de pesca que regresan con la marea baja, al atardecer, hacen cola para poder navegar a través del único pedacito de agua profunda que queda hasta la orilla.

Un rato después, cerca del gigantesco Baobab que da nombre al hostel más popular de Vilanculos, uno podrá conocer una ingente cantidad de mochileros sin ser consciente, aún, de que este lugar con vistas a Bazaruto es el último refugio sosegado y plácido antes de emprender rumbo al intenso norte.







martes, 11 de diciembre de 2012

Confusão


Mozambique es, junto con Zimbabue, el único país del sur de África en el que es necesario obtener visado para entrar y permanecer en el país durante treinta días. Una semana antes de entrar por Ponta d'Ouro, en el consulado de Mozambique en Durban, compré por unos 60 euros mi visado de una sola entrada válido durante treinta días. Cinco minutos antes, Alex, el francés que me acompañó durante parte de mi viaje, obtuvo por el mismo precio y duración un visado múltiple, que le permitía salir y volver a entrar a Mozambique sin pagar de nuevo. No quise preguntar. Agotados los treinta días del visado, uno debe abandonar el país, o exponerse a pagar una multa de 1.000 meticáis (unos 30 euros) por día excedido. Pero existe la opción de extender el visado por otros treinta días, desde dentro del país, “en cualquier capital provincial del país”, tal y como me dijo el funcionario del consulado de Durban y el agente de la frontera con Sudáfrica.

Una mañana de mediados de noviembre, cuando aún faltan más de quince días para que mi visado caduque, le digo a Paciencia que voy a ir a la ciudad de Xai-Xai (capital de la provincia de Gaza) para que en la oficina de Migraçâo me extiendan el visado. Paciencia pone cara de compasión, tuerce el gesto y balbucea: “Migraçâo? Ali ha muita confusão

Confusão es la palabra clave, una palabra que lo sintetiza todo. (…) tiene un significado específico y, a decir verdad, es intraducible. Simplificando mucho, confusão quiere decir desorden, desbarajuste, estado de caos y anarquía”.

Acudo sin entender bien lo que Paciencia quiere decir a la oficina de Migraçâo. Allí, me presentan al Sr. Câo (Señor Perro, en portugués), encargado de los asuntos para extranjeros. Me da la mano, le cuento lo que quiero y me dice que no hay ningún problema. Sólo necesito una carta firmada por la Fundación y una copia de mi pasaporte, y pagando los correspondientes 1.820 meticáis (unos 60 euros) tendré la extensión de mi visado sin problemas. La semana siguiente, con mi impecable carta firmada por la Fundación que asegura mi comportamiento excelente, y antes de partir a Maputo para pasar allí el fin de semana, me acerco a la oficina de Migraçâo con la convicción de que marcharé a la capital con el visado en mi bolsillo. Allí me recibe el Sr. Isaías, un joven alto y atlético que no sobrepasa los 23 años y al que el uniforme azul con corbata a juego le queda mejor que a nadie. “El Sr. Câo está de vacaciones, pero de cualquier modo estos papeles tienen que ir al Registro General”. Yo, obediente, subo las escaleras y tras hablar con una funcionaria enojada por mi presencia y que suspira sin cesar, ésta archiva mi carta y la fotocopia de mi pasaporte y me pide que vuelva la semana siguiente.

Se trata de una situación creada por las personas pero que, sin embargo, acaba por escaparse al control de esas personas, las cuales, finalmente, se convierten en sus víctimas. La confusão encierra cierto fatalismo. Uno quiere hacer algo pero todo se le escapa de entre las manos, quiere actuar pero hay una fuerza que lo paraliza, quiere crear algo pero lo que crea no es sino más confusão”.

El lunes, a la vuelta de Maputo, y antes de enfilar el camino hacia Praia de Xai-Xai, pregunto en Registro General por mis papeles. La misma funcionaria con el mismo enojo baja al despacho del joven Isaías y le devuelve mi documentación, diciendo que ese no es su trabajo. Isaías aparta un momento su oído del teléfono móvil, del que nunca se separa, y me lleva a su despacho. Me dice que esos papeles los tiene que firmar el jefe para iniciar el trámite, pero que el jefe no está. Que vuelva al día siguiente.

Martes. Oficina de Migraçâo. El Señor Isaías, al que me han recomendado que trate de usted y con sumo respeto a pesar de que le saque más de diez años, me dice que “el jefe no va a venir hoy”. Esta breve conversación tiene lugar al mismo tiempo que una anciana llora de impotencia mientras Isaías le asegura que “no, señora, tampoco hoy está listo su pasaporte”.

"Todo se confabula contra la persona y aun cuando ésta demuestre su mejor voluntad, a cada momento cae en la confusão. Puede apoderarse de nuestros pensamientos, y entonces dirán que tenemos la cabeza llena de confusão. Puede penetrar en nuestro corazón, y entonces nos dejará nuestra enamorada. Puede adueñarse de una multitud, ejerciendo su poder sobre ingentes masas humanas, y entonces se producirán luchas, muertes e incendios".

Jueves. Después de cuatro horas leyendo a Kapuscinsky en la sala de espera de Migraçâo, un señor corpulento, con cara de perdedor de póquer y uniforme diferente del resto entra en la oficina. La manera de cuadrarse del resto de funcionarios, que hasta el momento no han hecho otra cosa que hablar por el móvil o salir a fumar, a pesar de la cantidad de gente que espera en la sala para obtener su pasaporte, me indica que se trata del jefe. Sorprendentemente, y tras hablar con él, a los cinco minutos Isaías me hace entrar al despacho del jefazo, le entrega la carta y mi fotocopia y, tras leerla, este señor de gruesa nariz y gesto gélido me pregunta que qué quiero. “Extender mi visado”, le digo. Entonces pide al joven Isaías que escriba algo en un papel. Cinco minutos más tarde, éste regresa con un post-it grapado a mi dossier con algo garabateado en él. Los ojos del jefe se abren, grita algo que no entiendo e Isaías sale del despacho, para regresar diez minutos más tarde con el mismo post-it lleno de tachones y un poco de tippex. El tono del jefe de eleva un poco más, le grita que también está mal y le echa de nuevo del despacho. Finalmente, al rato, el esbelto Isaías aparece con mi carta, mi fotocopia, el post-it con tachones y un nuevo papel morado con algo escrito en él. Se lo entrega temblando a su jefe, que lo mira muy serio, lo lee y relee (se trata de apenas una frase), lo firma y se lo devuelve a mi querido funcionario de confianza. El proceso de extensión de mi visado estaba aprobado por el jefe. Son las tres de la tarde, la oficina cierra y me piden que vuelva al día siguiente.

A veces, la confusão transcurre de un modo bastante más suave, y entonces cobra forma de riña, cierto que caótica y deshilvanada, pero no sangrienta. Es un estado de desorientación total y absoluta. Las personas que se ven envueltas en la confusão no saben explicar lo que ocurre a su alrededor ni dentro de ellas mismas. Tampoco saben definir fehacientemente lo que la ha provocado en ese caso concreto”.

Viernes. Quedan tres días para que mi visado expire y un fin de semana por medio. Acudo a las 8 de la mañana a la oficina de migraçâo con la ilusión de que mi proceso ya está en marcha. Pagar y llevarme el visado a casa. Fácil. El Señor Isaías, al verme, busca por todo el despacho mi dossier: en un cajón, en otro, debajo de la impresora, detrás de las cortinas. Finalmente aparece debajo de una lata de coca-cola y un cuaderno de anillas. Me dice que tengo que pasar por la caja, y ahí me dirijo. Pero el encargado de la caja aún no ha llegado. Tres horas más tarde, un funcionario que no va uniformado entra por la puerta, arranca el portátil y tras ordenar unos papeles me llama para que pague. Lo hago, y mi dossier queda inerte en una bandeja abandonada a la que no tengo acceso. Busco a Isaías para notificarle que, cuando al señor le parezca oportuno, puede proceder con el visado. Un buen rato después, este joven semianalfabeto que había pasado la mañana hablando por teléfono, y ante mi insistencia, me dice que tiene que rellenar unas encuestas que le piden desde el ministerio. ¡Unas encuestas! ¡Qué coño importan ahora unas encuestas!

Existen portadores y sembradores de confusão; a éstos hay que rehuirlos, cosa harto difícil pues en realidad todos y cada uno de nosotros puede convertirse en un momento dado en causante de confusão, aun en contra de su propia voluntad”.

Revuelve todos los papeles de su caótica mesa, encuentra unos impresos y empieza a sumar el número de extranjeros (pobres de ellos, pienso yo) que han pasado por la oficina en lo que va de año. Como no encuentra su calculadora, me pide ayuda para sumar: “¿Doce más cuatro más tres alemanes?”, “Diecinueve”, le digo. “¿Siete más tres más dos más dos españoles?”, “Catorce, señor Isaías”. Y cuando termina, sin perder la sonrisa, decide coger mi pasaporte, mi recibo de caja, mi carta con los dos post-it garabateados y empieza a aporrear un portátil que, con certeza, apenas ha tocado en su vida. Solventados los problemas con la webcam que hace fotos, el escáner que registra mis huellas dactilares e inventando cinco profesiones diferentes hasta que una de ellas se ajusta a las opciones que le da el sistema, el pequeño gran Isaías se topa con un problema insalvable: me va a extender un visado de turista con un recibo de caja que indica que soy visitante. ¿Cuál es la diferencia? “Ninguna, pero sólo el Sr. Câo puede cambiar el documento de caja y hasta el lunes no viene”. La sangre me sube a la cabeza y la frustración de una mañana más perdida me altera el ánimo, así que cojo a Isaías del brazo y le arrastro al despacho de su jefe, el mismo que había firmado sobre el post-it. En mi mejor portugués expongo el problema al funcionario, que pregunta a su subordinado, que por supuesto no consigue explicar entre balbuceos lo sucedido. Confundido, el jefe finge una llamada de teléfono y, sin que nadie al otro lado de la linea le escuche, grita “es que no se puede dejar todo para el último momento. Este señor tiene que volver el lunes. Y por favor arreglen toda esta confusão”.

También se esconde bajo ese término nuestro estado de perplejidad e impotencia. Henos aquí viendo campar por sus respetos a la confusão en torno nuestro y nada podemos hacer para ponerle fin”.

Regreso a Praia de Xai-Xai cabizbajo y exhausto. Paciencia, al verme entrar en la Escolinha, me pregunta que si lo he conseguido. “No”, contesto. “¿Qué ha pasado?”, me pregunta. “Había mucha confusão”

Camaradas, oímos una y otra vez, no alimentéis la confusão. ¡Conque no!, ¿eh? ¿Acaso depende de nosotros? El parte del frente más preciso: ¿Qué hay de nuevo? ¿Que qué hay de nuevo? ¡Confusão! Todo aquel que haya comprendido el sentido de esta palabra ya lo sabe todo (…) Semejante estado no se puede borrar de un plumazo, es imposible eliminarlo en un abrir y cerrar de ojos. Aquel que intente hacerlo demostrando un celo desmedido caerá él mismo en la confusão. Lo mejor es actuar despacio y esperar”.

Lunes. Con mi visado caducado y en situación ilegal en el país, acudo a la oficina de migraçâo con mi mejor sonrisa. “Allí me esperarán -me animo a mi mismo- el Sr. Câo ya regresado de vacaciones y el Sr. Isaías, listos para corregir mi documento de caja y preparar mi visado”. Cuando llego, una funcionaria a la que aún no conocía me dice que ninguno de los dos vendrá hoy. Uno sigue “de ferias” y el otro “está de exámenes”. Tras unos minutos de duda, tomo la decisión más dolorosa: abandonar Xai-Xai y optar por aquello que Eric, un experto en burocracia mozambiqueña, me había aconsejado desde el primer momento, tres semanas atrás: “Vete a la frontera”. Y eso hago. 250Km hasta Maputo más otros 100km de carretera de peaje después, llego a Ressano García, la frontera más importante de Mozambique con Sudáfrica. Consigo librarme de la multa por visado caducado (sin duda por la falta de interés en revisar mi pasaporte por parte de la funcionaria que me atiende), cruzo la frontera, entro en Sudáfrica y treinta segundos más tarde vuelvo a pasar por el mismo barracón donde otra funcionaria me mira, se da cuenta de que he permanecido dos minutos en su país, suspira, sella mi pasaporte y me deja marchar. De nuevo en Mozambique, un funcionario que desde luego sabe leer y escribir y muestra bastante más pericia en el uso del portátil, la webcam y el escáner de pulgares, me expide un nuevo visado en aproximadamente cuatro minutos. Mis intentos por librarme del pago de los los 2.100 meticáis (68 euros) presentando el recibo de caja de Xai-Xai son inútiles. Pero poco me importa. Tengo visado, puedo seguir en Mozambique treinta días más.

"Al cabo de un tiempo, la confusão perderá fuerza, se debilitará y acabará por desaparecer. Salimos de ella agotados, aunque también en cierto modo, satisfechos de haberla superado. Y volvemos a acumular energías para la siguiente confusão".

* Todos los textos en cursiva están extraídos del libro "Un día más con vida" de Ryszard Kapuscinski, que narra la experiencia del genial periodista en los días previos a la independencia de Angola. Angola fue, junto a Mozambique, Guinea, Cabo Verde y otros países africanos, una colonia portuguesa. 

lunes, 10 de diciembre de 2012

Motivos para volver


Una mañana de diciembre atravesé por última vez la carretera entre Praia de Xai-Xai y la ciudad del mismo nombre. Antes de recorrer esos 10km de leves colinas verdes y exuberantes campos de palmeras por cuyo arcén siempre caminan niños o mujeres con alguna carga en la cabeza, la Escolinha de Khanimambo fue testigo de las despedidas. Allí estaba Paciencia, difícil de emocionar aunque aquella mañana ella hiciera una excepción, que me dijo lo mismo que un mes antes: “estamos juntos” y me hizo prometer que volvería a visitarla. Acudió a la despedida Hortensia y alguno de sus seis (cinco+uno adoptado) hijos, a la que le cuesta entender que quiera viajar al norte de Mozambique pudiendo quedarme en Xai-Xai más meses. Y por allí, medio escondido detrás de la Makita (el minibús de Khanimambo que transporta a los niños cada día), aparecería justo antes de mi marcha Dinho, mi hermano, compañero de cuarto, de batallas, de carreras por la playa y de confesiones durante el último mes. Los malos resultados de sus exámenes terminaron de golpe, hace una semana, con las bromas, los atardeceres playeros y las sesiones de música española, pero Dinho tenía que despedirse de mí y yo soltarle mi última monserga: “Piensa lo que quieres ser de mayor, Dinho”, le dije, “que volveré dentro de poco para que me lo cuentes”.


Motivos para volver a Xai-Xai, dentro de un tiempo, como el de comprobar cómo le fue a Destinia en la universidad. Destinia, la misma que tiritaba de malaria al principio de mi llegada, la primera chica en llegar a la universidad de todas las ahijadas de Khanimambo y que en febrero empezará (quieran la burocracia y las plazas disponibles) sus estudios de Farmacia. Destinia, la que me agradece con lágrimas en los ojos que le haya conseguido los 200 meticáis (unos 8 euros) para que su hermano pueda venir a verla este verano. Le he regalado un llavero en forma de chancla de colores y le he dicho que es la mejor, que no se deje vencer. Me regala su mejor sonrisa, un abrazo y me pide que vuelva algún día.

Gil, alegría y talento a raudales
Motivos para volver y reencontrarme con Gil, una prueba evidente de que a veces lo mejor tarda en llegar. Gil, ahijado de Khanimambo, el primero de todos que empezó estudios universitarios y que desde hace tres años se forma para dentista en Nampula (al norte del país), con un talento fuera de lo normal y que apareció el último fin de semana en Xai-Xai para embaucarnos con su música. Gil será odontólogo en el futuro, pero siempre ha sido un artista. Huérfano de padre y madre, obligado a trabajar para subsistir desde pequeño, Gil aprendió a tocar la guitarra mirando a los demás, encontrando partituras en la basura y practicando miles de horas. Hoy no sólo hace lo que quiere con la guitarra, sino que es capaz de inventar letra y música de un tema en una mañana y así, con la misma alegría y entusiasmo con el que te describe cómo empastar una caries, interpreta los himnos de Khanimambo. Como este que suena de fondo en el vídeo del que ya hablé, y que está a punto de llegar a las 400.000 visualizaciones en Internet. Le contamos a Gil que dentro de poco medio millón de personas habrán escuchado sus acordes y lanza uno de sus naturales gritos agudos acompañado de una mueca de incredulidad.


Motivos para volver, como el de reencontrarme con Adelaide, mi niña preferida, a la que la incapacidad para hablar y escuchar le habrá enfrentado a nuevos desafíos que ella, seguro, habrá superado con la misma energía con la que la he visto bailar reggae sin poder oír la música. O con la profesora Evam, la pedagoga, a la que he visto organizar, jalear y premiar los desfiles de los niños cada mediodía con la misma ilusión. O al sr. Mondlane, con sus seis hijos, antiguo conductor de chapa entre Maputo y Xai-Xai y que parece disfrutar transportando a docenas de niños cada día hasta la Escolinha a bordo de la Makita. Y aquí paro, porque es injusto citar sólo a tres o cuatro personas de las cientos que me han dado los buenos días cada mañana en el último mes.



Gracias, Eric
Un motivo más para volver: ver a Alexia en Khanimambo, en el lugar que ella un día creó y en el que no he podido coincidir por estar esperando la hermanita de su hija Martina y la nueva nieta de mi amiga, y compañera de ruta, Cristina. Alexia es un terremoto de ilusión y verla, megáfono en mano, organizando a los niños en la escuela es un espectáculo que tendré que ver con mis propios ojos y no conformarme con lo que me han relatado. Al que sí vi fue a Eric, compañero de trabajo, despacho, comidas, muchas cenas y mi guía particular de Xai-Xai y el mato. Durante un mes, en los cafés a media mañana, hemos arreglado España, tratado el tema de Catalunya, recordado buena música de los 80 y 90 y repasado batallitas de viajes pasados porque Eric, además de gran fotógrafo y una de las almas de Khanimambo, es un viajero de cuerpo y alma. Gracias por todo, que ha sido mucho, compañero.

Y motivos para volver, quizá el más llamativo, el más vistoso, el más costoso: el nuevo lugar donde, algún día, encontraré a Paciencia, a Hortensia, a Evam, a Adelaide, a Mondlane y por supuesto a Alexia y Eric. El proyecto más ambicioso de la Fundación Khanimambo, la construcción de una nueva Escuela en el lugar en el que hoy sólo hay unas piedras delimitando el terreno pero del que ya hay un completo proyecto de arquitectura esperando ponerse en marcha. La Escolinha se ha quedado pequeña, no caben más niños en el actual Khanimambo y por eso, dentro de poco, un nuevo lugar con más aulas, comedor, servicios más higiénicos que los actuales, mejores zonas para jugar y hasta un pequeño centro de atención primaria para la comunidad serán realidad. Aunque, como todos los que seguimos a la Fundación Khanimambo sabemos, lo que en realidad se va a construir es una fábrica de donativos de felicidad más grande, capaz de cubrir la demanda que llega desde España y que parece que aumenta con la maldita crisis. La fábrica está a punto de empezar su construcción, por si aún te apetece formar parte de ella y acelerar así el día en el que yo vuelva a Xai-Xai.